Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mary

Para Mary, su cuento.

Avanzó tres pasos mirando hacia abajo, una de sus manos sujetando la mía. No sé cómo se las arregla para caminar y no llenarse las sandalias de arena. Me mantengo cerca, justo a sus espaldas. Se detiene un instante junto al bote naranja.

Ven, me dice. Quiero abrazarte, susurra.

Le dedico una sonrisa. Me abraza, apoya su rostro en mi pecho y se queda con los ojos cerrados, sin pronunciar palabras. El calor de su cuerpo es reconfortante. Lo disfruto, le permito conocer cada grieta de la piel. Es extraño, pero muy a mi pesar me siento como si hubiese acabado de llegar a esta isla, como si en este preciso momento no fuera yo, sino un náufrago cualquiera, uno sin nombre, desposeído de todo, pero con el suficiente talento como para aferrarse a la vida en un último intento por ser lanzado a este trozo de playa que nadie ha bautizado.

Maricela separa su rostro de mí y mira al cielo. Está buscando señales de lluvia, pero no hay nada. Tampoco lo habrá. Las nubes semejan algodones de azúcar en busca de niños. Es jueves; agosto carga con todo el calor del año y la tarde comienza a desplomarse sobre la ciudad. Hasta entonces ella se había mostrado conversadora, sonriente, pero la proximidad del mar le hizo parir al silencio. Yo tampoco tengo ganas de hablar, aunque reconozco que su voz, en múltiples ocasiones, ha sido un trozo de madera del que me he podido aferrar en noches de tormenta.

¿En qué piensas?, le pregunto, y antes de que diga las primeras sílabas me sobreviene el presagio.

Hizo frío anoche.

El viento susurra secretos indescifrables en nuestros oídos, mientras gorriones descabezados son arrastrados a la orilla. La arena se nos presenta poco pálida y sucia a todo lo largo de la playa, pero aquí estamos, donde el polvo y el agua y el viento abren un hueco en mi cerebro.

Antes sus palabras no me causaban miedo, es más, las esperaba con ansias, pues tenía la impresión de que indirectamente estaban siendo dirigidas a mí. Le cogí el gusto a escucharla decir: Soy celosa con las cosas que quiero; y también: Cuando quiero, quiero de verdad. Pero ahora sé que va a decir cosas diferentes, dolorosas quizás para ambos, y tengo miedo.

¿Alguna vez has estado en un desierto?, dice; Yo tampoco he estado en ninguno, pero anoche soñé que lo estaba, sola, y no puedes imaginarte lo mal que me sentí.

Mary me abraza con firmeza, no existe fuerza ni desesperación en su gesto. No sé por qué, pero el contacto le resta dureza a sus palabras. Ocho meses atrás había besado sus labios por vez primera. En aquel entonces estábamos convencidos de que aquella relación era una cuestión de días, tal vez de horas. Yo mismo me lo dije: A la corta es una experiencia interesante, pero a la larga es totalmente insostenible. Sin embargo...

Cuando la conocí no éramos más que un par de criaturas perdidas en la multitud. Mi rostro se le antojó conocido y le dije algo con respecto al karma y a vidas pasadas. Veníamos arrastrando la amargura de antiguas relaciones y aunque jamás creímos que fuera a pasar nada entre nosotros, lo cierto es que pasaron muchas cosas buenas. Por suerte todo salió bien. Los recuerdos de mal gusto han quedado enterrados en la oscuridad. Ahora tengo a Mary y Mary me tiene a mí.

Ella respira profundo. Va a decir algo pero no lo hace. Tampoco le pregunto, sigo con miedo. Prefiero observarla y pensar que sus ojos son los más universales del planeta. Me resulta agradable sentir sus delgados brazos apresándome por la espalda, sentir sus dientes aprisionando casi con crueldad mi labio inferior, al tiempo que mi sexo enardecido se estrecha contra su vientre.

¿Y no te despertaste con miedo?, indago, y de antemano sé cuál va a ser la respuesta.

Acaricio su pelo y le beso la punta de la nariz. Tengo deseos de llevármela de aquí, de alejarla pronto de esta playa que puede echarnos a perder el día si consigue ponernos sentimentales. Tengo ganas de reconquistar su cuerpo, porque puede que yo no sea su Cristóbal Colón, pero soy su Américo Vespucio, se lo he dicho: No soy tu descubridor pero llevas mi nombre, lo llevarás ya para siempre; y ella lo sabe, por eso aquella noche no hacía otra cosa que nombrarme, mientras la mano del amor, con sus dedos de aire fresco, nos hacía estremecer en plena madrugada. ¿Acaso pido mucho?, me pregunto mentalmente, y nos imagino en cualquier cuarto de esta enorme ciudad, devorándonos de manera mutua, a oscuras, tal y como le gusta. Luego, cuando el reloj marque la hora exacta, escaparemos de esa caricia divina. Como hijos de la mañana, correremos a nuestros lugares habituales para llenarnos, poco a poco, de honda soledad. Así es mejor. Sólo la soledad nos hará regresar ansiosos.

Sí, por supuesto que tenía miedo, me responde al fin; pero más miedo sentí cuando me di cuenta de que tú no estabas conmigo.

No puede ser, le digo; no me levanté anoche para nada. Ni siquiera sentí el frío ése que tú dices. Le sonrío. Debes de haberlo soñado también.

Maricela niega con la cabeza. Ahora sí me aferra con fuerzas. Permanece recostada a un bote que, ya maltrecho y agujereado, fue abandonado en la arena por sus antiguos dueños. Puedo ver el mar reflejado en sus ojos y por ende, me resulta más sublime. Contemplo su rostro. Es el vivo reflejo de una generación que declina, de la que sólo heredaremos las marcas de sus sueños frustrados, pero no obstante, no recuerdo haber conocido nunca criatura tan hermosa. Ella continúa besándome y abrazándome, como si nunca hubiese aprendido a hacer otra cosa desde que abrió los ojos en este mundo. Si esta noche ocurre el cataclismo, sólo encontrarán dos corazones gastados por los besos.

La ventana estaba abierta, susurra con la mirada perdida en el mar y me da la impresión de que ha sido poseída por algún demonio; te busqué en medio de la noche, pero no estabas... Sólo el frío, la oscuridad, el silencio... ¿No oíste todas las veces que te llamé?

Un perro sato, blanco y amarillo, husmea entre la basura desperdigada por la arena. Gira en torno a nosotros con lentitud.

Yo salí a buscarte, dice Mary; caminé cuadras enteras buscándote, llamándote, tratando de adivinar dónde te habías metido. Creo que huías, asegura de pronto. Tal vez te estabas escondiendo. Creo que en verdad no querías que te encontrara.

No digo nada, prefiero callar antes que entrar a discutir esos detalles. Me separo un poco de Mary, llamo al perro con voz dulce y se deja acariciar tras las orejas, pero mantiene su desconfianza: las orejas erguidas, la cola recogida. Pienso que ella es igual, se deja amar, pero teme que ese amor se acabe algún día, de pronto. Mary, por fin, enfrenta sus pupilas a las mías. Algo ha cambiado en ellos, pero no sé qué es. Pienso: Debo despertar de este coma profundo al que me han llevado tus ojos. Da la impresión de haber escapado de alguna pesadilla con la que ha estado luchando desde siglos anteriores.

Te quiero, dice, y hay magia en sus palabras, y yo digo: Yo también te quiero, y mucho.

Entonces ella sabe que es cierto. Si no, ¿qué sentido tendría que ambos estuviésemos aquí, diciéndonos estas cosas? ¿Cuál sería la razón de ser de todo este tiempo que hemos pasado juntos, de todos estos planes futuros que han ido naciendo en mi mente? Y sé que jamás me dejará, que no permitirá que el pudor ni el miedo le ganen pues aún tiene muchas cosas que sentir, muchas cosas que vivir conmigo. La siento cerca y estoy dichoso. Es un trozo definitivamente mío y no partido en dos como mi pecho.

¿Nos vamos?, le pregunto y tengo la impresión de haber regresado también de un horrible sueño.

Sí, vamos.

El sol comienza a debilitarse con la muerte de la tarde. Ha sido un día hermoso, puro e iluminado como un ángel. La noche también será limpia y perfecta para que los amantes vaguen por los senderos del sexo. Entrecruzamos los dedos y echamos a andar. Los pasos son suaves, dirigiéndonos siempre hacia el asfalto, pero manteniendo sumo cuidado para no embarrarnos los zapatos de arena. Una de sus manos me estrecha por la espalda. Su olor llega perfectamente hasta mí, es mucho más potente que el aroma del mar.

Oye, ¿puedo hacerte una pregunta?, inquiere sin mirarme. Me siento bien, estoy alegre y sólo quisiera escuchar su voz.

Por supuesto, le digo de un modo que se me antoja extraño.

¿Me amarás para siempre?

Me mira entonces. Está seria, pero luego esboza una sonrisa algo forzada. Alcanzamos el asfalto y se estrecha con más fuerza contra mí. No tengo que pensar la respuesta; le digo:

Sí, te amaré para siempre; y una nube oscura comienza a ocultar el sol.


(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

Una ventana al mar

Desde la mesa del restaurante se escuchaba el gemido del mar golpeando los arrecifes. La ventana estaba abierta, así que el olor a salitre y el viento fresco llegaban nítidamente hasta la pareja que aguardaba. El joven no se sentía del todo bien. Llevaba varios días luchando contra una mala digestión que parecía no tener fin. Había pasado la noche prácticamente despierto, de quejido en quejido, negándose a ir al policlínico y ahora estaba ojeroso, deprimido, sin deseos de hablar. Sostenía la carta y paseaba los ojos por el menú sin leer. Nunca pedía nada, con respecto a la comida no tenía gustos definidos; comía casi cualquier cosa, preferiblemente si los alimentos estaban fríos, acabados de sacar del refrigerador. Cuando salían a comer fuera siempre dejaba que su mujer hiciera el pedido; le era mucho más cómodo. Pero ella hoy tampoco tenía deseos de nada. Sentía que el silencio era demasiado pesado para soportarlo por más tiempo.

-¿Qué quieres comer? ¿Ya viste? –preguntó por pura formalidad.

-No sé, no sé, no sé... ¿Q-qué hay?

La mujer chequeó la lista con desgano. Leyó en voz alta algunos platos, hizo unos pocos comentarios esperando la aprobación del muchacho, pero éste permaneció callado, los ojos puestos en algún lugar del otro lado de la ventana.

-¿Y entonces? –dijo la mujer. ¿Qué vas a pedir?

-No sé, no sé... –volvió a decir él. C-creo que pediré ancas de rana.

-Es caro. ¿Por qué no pides otra cosa?

-Q-quiero ancas de rana. Hace t-tiempo que no las como.

La mujer hizo un gesto de asco con la boca. Le repugnaba la sola idea de que su esposo comiera ranas. Siempre pasaba igual. Cada vez que iban a comer fuera él pedía algo que a ella le daba asco. Una vez lo vio comer ostiones y casi vomita delante de todo el mundo.

-¿Quieres saber una cosa? Yo no tengo hambre. Quiero irme, acostarme un rato. Estoy cansada.

-¿Por qué viniste, entonces? Me lo hubieras d-dicho y nos hubiésemos q-quedado en la casa.

-Tenía ganas de salir, de coger aire fresco. No soporto estar encerrada todo el día en la casa. Además, me gusta el mar. ¿Has visto qué color más lindo tiene hoy?

-Está azul, igual q-que todos los días.

-No, hoy está más bonito –afirmó la mujer. Míralo.

-Ya lo vi.

-¿No está lindo?

-Si t-tú lo dices...

En una mesa cercana estaba sentada otro matrimonio. Él era blanco y alto. Ella tenía el pelo teñido de rojo y sonreía mucho. Junto a ellos estaba una niña de cabellos rubios, con los ojos color miel. El muchacho miraba con insistencia a la pareja, los observaba y sentía envidia por su felicidad. La pequeña era hermosa y los hacía reír constantemente.

El camarero se acercó displicente y tomó el pedido. No había ancas de rana. En su lugar la pareja pidió filete canciller, cervezas para él, refrescos para ella y helados de chocolate como postre. El camarero se retiró y ellos volvieron a quedarse solos.

-No deberías comer tanto. ¿Cómo te sientes? –preguntó la mujer y le tomó una mano. La acarició con dulzura, usando la yema de los dedos. El muchacho la miró con indiferencia.

-Más o menos. A veces siento punzadas en el b-bajo vientre. Tengo el estómago duro. C-creo que me voy a morir.

-¡Qué poca cosa eres! –ella sonrió. No sé qué hubiera sido de ustedes los hombres si tuviesen que parir.

-Nada, de seguro n-no hubiera pasado nada.

-La naturaleza fue sabia al hacer las cosas como son –afirmó ella con descuido, haciendo un mohín con la boca.

-¿T-tú crees? Yo no estoy tan seguro...

-No empecemos –musitó la mujer y le soltó la mano. No tengo ganas de discutir.

-Nadie est-tá discutiendo.

El camarero vino y puso sobre la mesa unos platicos blancos con algunas rodajas de pan y un poco de mayonesa. La mujer no podía comer pan, así que se echó hacia atrás en el asiento y se puso a mirar cómo su esposo comía. De cuando en cuando, el muchacho alzaba la vista y miraba a la pareja de la mesa cercana. Mientras masticaba contemplaba a la niña y se maravillaba de su belleza. Su esposa se dio cuenta, pero disimulaba mirando al mar y luego bostezaba.

-No deberías comer tanto. Recuerda cómo tienes el estómago. Yo no tengo hambre –repitió ella. Quisiera irme...

-Pues vámonos.

-No, no quiero volver a la casa. No me gusta esa casa. Nunca me ha gustado. Cuando estamos en ella no hacemos más que discutir. Deberíamos permutar.

-¿P-permutar? ¿Para dónde?

-A cualquier parte. Lejos. Bien lejos. Lo más lejos posible. Cerca del mar. Un lugar donde te sientas bien, donde no necesites a nadie más que a mí.

-¿Y q-quién te dijo que yo necesito a alguien más? Yo no necesito a nadie. T-tú lo sabes –musitó él.

-No me refiero a eso. No es eso. Te conozco bien y precisamente como te conozco sé que te sientes incompleto y eso me duele. Me hace sentir impotente.

-Lo siento. No q-quise hacerte daño.

-No, no me has hecho daño. La culpa fue de aquella operación. Todo parecía que iba a ser muy fácil, muy fácil, pero mi cuerpo... Es malo tener un cuerpo tan débil, ¿verdad? Pero ellos insistieron, querían hacerlo de todas maneras. Me aseguraron que era por mi bien, pero ya ves... Me quitaron el único don que poseía.

-T-tú tienes muchos dones.

-Menos uno.

El joven se limpió la boca con la servilleta. Miró a su mujer y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella miraba al mar, al bote anaranjado que cruzaba el muelle. El muchacho apartó el plato vacío y acercó el de su esposa. Siguió comiendo.

-No t-te preocupes más –dijo con la boca llena. Pronto a mí se me olvida y t-todo volverá a ser como antes.

-¿Tú crees?

Él calló un instante. Luego respondió:

-No sé, no sé. S-supongo que sí.

Terminó de comer y apartó el plato. Se limpió con la servilleta y alzó los ojos hasta la mesa vecina. Durante unos segundos estuvo pasándose la lengua por los dientes, quitando así los restos de pan. Al cabo, preguntó:

-¿S-sabes qué es lo que pasa? Yo siempre quise tener uno, o dos. S-siempre me han gustado y eran p-parte de mis planes.

-Yo sé lo que es eso. ¿Crees que yo también no los necesitaba? Pero soy egoísta –afirmó ella con convicción. Tú no tienes la culpa de nada. Debería dejarte libre para que otra pueda darte lo que no puedo darte yo.

-No, eso no... –dijo él.

-Piénsalo. Eres joven, agradable... En poco tiempo podrás encontrar a otra que hará realidad tus sueños.

-Y-yo no tengo sueños. No hables más.

-No te pongas triste. Te estoy dando la posibilidad de que encuentres lo que buscas.

-Y-yo no busco nada. No hables más –insistió el joven.

El camarero vino y retiró los platos vacíos. Luego regresó y sirvió los filetes. Trajo más cervezas frías, otro refresco y la mesa se llenó de olores que incitaban a comer. Las paredes estaban pintadas de blanco, un blanco semejante al de los manteles que había sobre las mesas, y por ende el local parecía estar extremadamente iluminado. La mujer bebió un sorbo de su refresco. Durante un rato comieron sin hablar. El aroma a mar llegaba cálidamente hasta ellos. Un pelicano pasó cerca de la ventana. Había gaviotas sobrevolando las embarcaciones. Las papitas fritas estaban muy calientes. Las dejaron enfriar un poco y les echaron sal. Los filetes tenían buen sabor.

-Dime –murmuró él. Si me hubieses conocido antes, ¿m-me habrías complacido?

-Sí- contestó ella. No lo hubiese pensado dos veces.

El muchacho sonrió, pero acto seguido se llevó una mano al estómago e hizo una mueca de dolor.

-N-necesito ir al baño.

-Ve. ¿Te sientes mal?

-Un poco.

El joven se levantó y se perdió tras una puerta. La mujer se quedó mirando al mar. Miraba al mar y masticaba con desgano. No tenía deseos de pensar en nada. Se dijo que en aquel momento hacía falta un poco de música, de romanticismo. Algo que le alegrara la tarde, no que se la pusiera más triste. El muchacho volvió casi enseguida.

-¿Estás bien?

-M-más o menos. Parece q-que fue un aire.

Empezó a comer nuevamente. Sus gestos eran lentos, cargados de desanimo y aburrimiento.

-Dime –preguntó de pronto, bajando la voz hasta donde le fue posible. S-si yo buscara a otra, ya sabes, t-tal y como dices... ¿podría volver a ti después?

La mujer dejó de masticar. Los ojos le brillaron de manera extraña. Frunció el ceño y miró al muchacho que no se atrevía a dirigir su mirada hacia ella.

-No –respondió con firmeza. Por supuesto que no podrías volver a mí. Nunca más.

El muchacho suspiró. Miró a la mujer y sonrió. Ella era extremadamente bella.

-Y-yo no tengo sueños –aseguró. N-no busco nada. De verdad.

Ella esbozó una sonrisa y siguió masticando. Agradecía que él fuera amable y que se esforzara por no hacerla sentir mal. Terminó de comer y bebió refresco.

-Quiero irme –dijo. Pasear por la costa nos haría mucho bien. ¿No crees?

-P-puede ser. Cuando nos tomemos los helados iremos a la costa. Si quieres, no volveremos a la c-casa esta noche. Nos quedaremos por ahí.

-No quiero regresar.

-Bien.

Hicieron silencio un instante. Luego, ella preguntó:

-¿Cómo te sientes?

-Estoy bien. No voy a m-morirme.

La mujer miró por la ventana hacia fuera. Todavía tenía la sonrisa dibujada en los labios. Parecía alegre. Alegre y distante.

-El mar está muy bonito hoy. Tiene un color azul especial. ¿No es verdad que está lindo?

-Sí –dijo el muchacho y miró hacia el mar por primera vez. Está como nunca. Dan ganas de n-no regresar a casa esta noche. Pero, dime, ¿no t-te parece que tiene demasiado azul?


(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

Acá, en la orilla del mundo

Aunque algo más poderoso que este querer
destruya mi felicidad
te seguiré queriendo
para no dejar de soñar.
(Si te quiero)
MARIO BENEDETTI.

Aquella noche de viernes Leticia no vino a dormir a casa. Fue la primera vez. También fue la noche más larga que Irene conoció jamás. Estuvo esperando hasta que se cansó y terminó comiendo sola, dejando que el sonido de los cubiertos al golpear el plato fuese como gotas de lluvia alimentando su soledad. Por instantes, miraba la puerta y rezaba para que alguna fuerza sobrenatural la hiciera abrirse y ver, de pronto, la sonrisa de Leticia, y entonces respirar tranquilamente y decirse a sí misma que era una tonta, que en realidad nunca hubo motivos para preocuparse tanto. Pero la puerta no se abrió, ni Leticia entró trayendo consigo la alegría, ni la paz, ni nada. Fue terrible. Irene llamó a todos los conocidos y luego comenzó a odiarlos, los detestó como nunca pensó que podía hacerlo, solamente por no saber, por ni siquiera tener una leve idea de dónde podía estar Leticia. Irene no recordaba haber sentido jamás esa sensación de ahogo, y para hacer más llevadera la espera contó uno a uno todos los cuadritos del suelo, jugó al solitario haciéndose miles de trampas y cantó canciones que creyó ya había olvidado. Un rato más tarde, semidesnuda sobre el sofá, recitó algunos poemas que se sabía de memoria y terminó probándose frente al espejo la ropa nueva que tenía guardada en el closet. Esa fue la primera vez que Leticia no vino a casa. La primera vez que Irene sintió miedo.

Luego, las ausencias se fueron repitiendo. La mayoría de las veces los platos se quedaban servidos en la mesa, los alimentos se enfriaban y se llenaban de moscas que parecían danzar alrededor del festín. Irene nunca preguntó nada, sólo permanecía despierta en su cuarto, viendo amanecer, soportando en sus oídos todo el silencio del mundo, con el corazón puesto en la puerta de la calle y los sentidos ligados a Leticia. Cuando por fin la escuchaba llegar, se tendía en la cama y fingía dormir. Leticia siempre entraba silenciosamente, se quitaba la ropa y se acurrucaba junto a ella, besándola hasta despertarla. Pero una mañana de domingo llegó y no entró al cuarto, y para Irene fue como si Leticia no hubiese regresado aún, como si se hubiera ido para siempre.

Rozando el mediodía el cielo se había tornado gris. Al principio fue sólo una pequeña nube que se alimentó de sí misma hasta volverse una descomunal mancha cubriendo el firmamento. Sobre la línea del horizonte las cargas eléctricas de una tormenta rasgaron la cortina que tapaba al sol. Durante algo más de una hora sopló un viento frío que trajo humedad al ambiente. Pero luego, lo que a distancia parecía ser un nuevo diluvio, se alejó sin dejar caer una sola gota de lluvia. Para ese entonces, todos los veraneantes ya habían recogido los niños, las ropas y las sombrillas, buscaron la carretera y se marcharon dejando la playa totalmente desierta. El resto de la tarde estuvo soleada, con el cielo salpicado de diminutas nubes blancas que se movían a buena velocidad.

Toda la mañana del domingo Irene estuvo releyendo una antología poética de Mario Benedetti. Los domingos solían ponerla triste y éste no era el mejor de ellos. Había preferido no almorzar y encerrada en su cuarto sentía los trajines de Leticia andando por la casa. A intervalos la escuchaba cantar y se preguntó cuánto sería capaz de extrañar aquella voz, esa melodía que cuando guardaba silencio seguía repiqueteando en sus oídos como saltos de güijes. Cuando la tormenta pareció acercarse y amenazó con echarse a llorar sobre esa zona del mundo, Irene se quedó dormida. Durmió profundamente durante más de dos horas. Y soñó con ella, con Leticia, con su forma de reír y de andar y de hablar, hasta que la despertó el silencio. Estaba llorando. La casa transpiraba tranquilidad.

Desde la ventana de su cuarto Irene vio la playa vacía y quiso ir hasta allí. Necesitaba un poco de aire fresco y observó las olas del mar acariciar con dulzura aquella parte del mundo. Leticia tomó las toallas y ambas caminaron sobre la arena dejando las huellas de los pies fuertemente hundidas. Ninguna de las dos decía una palabra. De repente, Leticia echó a correr dejando a Irene abandonada en la distancia. A medida que se alejaba se iba despojando de la ropa y cuando llegó al mar ya estaba desnuda. Se lanzó contra las olas y por momentos asomaban la cabeza, hacía gestos con las manos y luego volvía a sumergirse.

Irene se desnudó con lentitud. Hacía mucho tiempo que había perdido aquellos arranques repentinos propios de la inmadurez. Se sentó en la arena de manera tal que la espuma de las olas pudiese jugar con sus pies hasta los tobillos. Miró hacia el horizonte y observó el sol dotado de un color rojizo que comenzaba a descender. Luego de un rato, sintió frío y los pezones se le endurecieron. Fijó su mirada en la figura de la muchacha que flotaba como un objeto ajeno a su cotidianidad. Viéndola así, como algo sin vida, se llenó de una terrible sensación de vacío. Entonces Leticia comenzó a nadar hacia la orilla. Irene la vio llegar y tenderse a su lado, sonreír, echar la cabeza hacia atrás y dejar que sus cabellos se escurriesen. Las gotas de agua salada cayeron en la arena, dejando pequeñas, casi invisibles huellas.

-¿Eres feliz?

Leticia respiró con hondura. Los ojos le brillaban con intensidad. Miró a Irene directamente a los iris y vaciló antes de contestar:

-Sí, lo soy. Creo que nunca antes había sido tan feliz.

Irene no dejaba de observarla. Estaba seria, con el ceño fruncido, las facciones endurecidas. Tenía los pies cruzados, la espalda llena de pecas y los senos flácidos. Quería guardar en su mente cada detalle que estuviera relacionado con la muchacha, así que la recorría con la vista, silenciosamente. Ahora miraba los pies de Leticia y se percató de que eran unos pies diminutos, extremadamente blancos. El sol luchó hasta alcanzar un punto del horizonte y comenzó a ocultarse. El frío se hizo agudo y la piel de Leticia se erizó en un escalofrío.

-¿Y cuando piensas irte?

-¿Irme? –preguntó Leticia -. ¿Qué te hace pensar que quiero irme?

-No lo sé... –susurró Irene y clavó los ojos en el trozo de sol que flotaba sobre el mar. El resplandor no le molestaba. El frío tampoco. Sólo le inquietaba el vacío, aquel vacío que poco a poco se adueñaba de ella. Dejó su mente en blanco unos segundos y de pronto le vinieron a la mente unos versos que había leído esa mañana y sin darse cuenta los recitó para sí: Digamos que te alejas definitivamente/ hacia el pozo de olvido que prefieres,/ pero la mejor parte de tu espacio,/ en realidad la única constante de tu espacio,/ quedará para siempre en mí doliente,/ persuadida, frustrada, silenciosa...

-¿En qué piensas?

-En nada –mintió Irene, pero acto seguido susurró-: Una vez me dijiste que ya estabas cansada de andar por ahí como una vagabunda. Eso dijiste, con esas palabras. Y yo te creí. Parecías estar realmente cansada, pero ahora creo... pienso que me engañaste, que sólo fingías.

-Yo no fingía –se defendió Leticia-. No tengo por qué hacerlo.

Irene no pareció escucharla. Tenía los ojos cerrados y hablaba como si lo hiciera desde un sueño.

-No tienes por qué irte. Yo no deseo que te vayas. Es decir, no quiero.

-Yo no he dicho que me vaya para ningún lugar. ¿De dónde sacaste eso? ¿Te volviste loca?

Irene se quedó en silencio. No quería ser cruel, pero sentía que algo muy grande le dolía dentro. Negó con la cabeza, fue un gesto incomprensible acompañado por unas palabras imposibles de entender. Estiró una mano y recogió su ropa. Hizo el intento de volver a casa, pero Leticia la sujetó por un brazo y no la dejó levantar.

-Perdóname –dijo, desesperada -. Yo no quiero que te sientas mal, pero ¿qué quieres que haga? Yo no quise que me pasara esto, pero pasó. Sin darme cuenta. Por favor, no me des la espalda, Irene. Yo haré lo que tú quieras, pero no me rechaces. Es que... no lo vas a entender, yo... Yo le importo. Le importo mucho. Muchísimo. Y eso es bueno, ¿no crees? ¿No es bueno importarle a alguien?

-A mí me importabas –dijo Irene y tuvo la impresión de que aquella escena era bastante enfermiza. Se puso de pie.

Caminó un par de pasos y luego se detuvo. El sol se había extinguido definitivamente. Sobre aquella parte del mundo llegó la noche.

-Leticia...

La muchacha volteó su rostro y vio a la mujer desnuda que la miraba tratando de contener el llanto.

-Creo que es mejor que te vayas esta noche. Mientras más rápido sea, mejor será para las dos.

Irene echó a andar con lentitud, arrastrando los pies. Cuando llegó a su casa se encerró en el baño y lloró sin parar unos diez minutos. Se miró en el espejo del botiquín y pensó que Leticia era un trozo palpable de su imaginación, algo que podría extirpar si se lo proponía. Se asomó a la ventana de su cuarto y gracias a la luz de la luna divisó una silueta que se mantenía sentada a la orilla del mar. Pensó en un náufrago, alguien que había llegado accidentalmente a aquella playa, y quiso salir a ayudar, pero se contuvo. Y de repente, cuando una lágrima vino y se posó en la punta de su nariz, recordó otro fragmento del mismo poema, pero esta vez lo recitó en voz alta para escucharse a sí misma diciendo: Es tarde. Sin embargo yo daría/ todos los juramentos y las lluvias,/ las paredes con insultos y mimos,/ las ventanas de invierno, el mar a veces,/ por no tener tu corazón en mí,/ tu corazón inevitable y doloroso/ en mí que estoy enteramente solo/ sobreviviéndote.

(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

Un hombre en la frontera de su alma

Su cuerpo terminó bloqueando la entrada. Las nalgas gordas se estrujaron con fuerza contra la madera de la puerta.

-¿Qué haces? –dijo y trató de repetir. ¿Qué...?

Alberto la tenía agarrada por la cintura. Ella alzó una pierna justo en el momento preciso. Ya estaba penetrada y los dientes de Alberto se le clavaban en los hombros y el cuello. Él también estaba desnudo y ambos cuerpos, de pie contra la puerta, sudaban y se revolvían como poseídos por el demonio. Las manos toscas de él se deslizaban hasta las nalgas de ella y uno de sus dedos buscó a tientas hasta entrar sin compasión dentro de la mujer. Sentirse llena por delante y por detrás la hizo enloquecer y dio tres o cuatros golpes bruscos contra la madera. En un instante, sintió que el piso se estaba abriendo y gimió largamente, pero su gemido tuvo por coro el gemido casi gutural de Alberto, que llegó al orgasmo en el mismo momento que ella. Ambos se quedaron resoplando, muy pegados el uno con el otro. El cuello d e ella estaba babeado y las piernas de él sufrían calambres.

La mujer sintió que el semen le corría por el muslo. Abrió los ojos, pero no se movió. Alberto se fue apartando poco a poco y su mirada tropezó con la de ella.

-Lo siento –susurró. Tenía ganas y... bueno, no lo pude evitar.

-Estás loco –le dijo ella en tono divertido y sonrió. Imagínate que viniera tu secretaria y nos cogiera así. ¿Qué le dirías?

Alberto no contestó. Miró la lámpara de luz fría que colgaba del techo, miró la silla giratoria tras el buró y suspiró. ¿Qué carajo le importaba a él su secretaria? Su problema no era precisamente con la secretaria. Bajó la vista hasta el suelo e hizo un mohín con la boca. Su pene flácido colgó graciosamente mientras caminaba hacia el sofá. Allí recogió el pantalón, buscó en los bolsillos y sacó un pañuelo. Se limpió el dedo embarrado de mierda y luego el pene.

Ella lo miró con detenimiento. Era evidente que le pasaba algo. Todo el día había estado así, silencioso, pensativo. Lo estudió durante unos segundos. No era un hombre joven. Era pequeño, barrigón, casi calvo. En realidad, hacía juego con aquella oficina, con el inmenso buró, con el intercomunicador, el inalámbrico, los butacones, el aire acondicionado, el fresen, el televisor a color. En realidad, meditó ella, hacía juego hasta con el carro que tenía parqueado allá afuera, y pensó que lo tenía atrapado.

Cuando sus piernas se lo permitieron, caminó hacia él. El semen ya le corría por la rodilla. El le tendió el pañuelo y ella, con ese gesto de quien está acostumbrado a aquello, se limpió.

-Dime, ¿te gustó? –preguntó él sin mirarla.

-Claro, mi amor, sí –le contestó ella mientras tiraba el pañuelo sucio sobre el sofá. Fue hasta donde había dejado caer su saya y la levantó. Claro que me gustó. Siempre me gusta.

Pero Alberto sabía que no había hecho un buen papel. En sus gestos hubo algo de desesperación, de violencia. Lo hizo todo muy brusco, apurado, y pensó que hubiese sido bueno hacerlo de otra manera.

-Ayer hablé con ella – musitó.

La mujer, que había comenzado a ponerse la blusa, se detuvo y lo miró. Comprendió entonces por qué había estado él tan callado y pensativo.

-¿Y?

-Nada, lo que te dije. Le conté que estaba contigo. Que lo había pensado muy bien, que... Bueno, tú sabes. Decidimos que nos vamos a divorciar.

-¿Y qué te dijo? –quiso saber la mujer.

-¿Qué crees que podía decirme?

-No sé. ¿Qué te dijo?

Alberto terminó de vestirse sin decir una palabra. No valía la pena. Los cordones de uno de sus zapatos se volvieron un nudo, pero pacientemente logró zafarlos mientras lucía meditabundo. La mujer comprendió que no quería hablar y tampoco insistió.

-¿A dónde vamos hoy?

-Tú, no sé. Yo me voy a mi casa. Estoy cansado.

Alberto, que se había sentado en el sofá para ponerse los zapatos, se puso de pie y caminó hasta la puerta.

-Cierra cuando salgas –dijo y dejó a la mujer sin terminar de vestir en medio de la oficina.



Cuando entró, todo estaba a oscuras y en silencio, pero divisó el bulto de su esposa sentado en un sillón. Antes de encender la luz imaginó el rostro femenino y se dijo que era una mujer hermosa a pesar del tiempo. Luego, cuando la lámpara encendió, la mujer de cabellos oscuros parpadeó varias veces seguidas.

-Hola, qué tal.

Ella no respondió. Ni siquiera tuvo ánimos para mirarlo. Parecía haber estado llorando.

-¿Me estabas esperando?

-No, quién dijo –susurró ella. Si no lo hice antes...

No terminó la frase, pero él trató de hacerse el tonto y preguntó:

-¿Qué estás haciendo entonces?

-Estaba pensando algunas cosas. ¿Por qué? ¿Hay algún problema en eso?

-No, ¿qué problema va a haber? –cerró la puerta y preguntó–: ¿Y las niñas?

-Se acostaron temprano hoy. Se cansaron de esperarte. No sé si te habrás dado cuenta, pero llevas tres días sin verlas.

-Sí, lo sé –contestó Alberto y avanzó hasta el sillón. Mañana te prometo que llegaré temprano.

-No, no –se apresuró a decir ella. A mí no tienes que prometerme nada, quién dijo. Eso es un problema tuyo con tus hijas. Ya tú no tienes nada que ver conmigo. ¿No es así?

Alberto no supo qué decir. Ella lo notó despeinado y sintió un ligero olor a mujer que venía desde él. Sintió deseos de vomitar, pero aguantó con firmeza. Se quedaron un instante mirándose, hasta que al fin ella se levantó y le dijo:

-Tienes la comida en el horno. Cuando termines, me pones el plato en el fregadero. Lo fregaré mañana... si tengo ganas.

-No, yo lo friego –musitó él y ella trató de imaginárselo fregando, pero no pudo.

Le contestó secamente:

-Como quieras.

Echó a caminar por el pasillo hasta el cuarto de las niñas. El apagó la luz de la sala y la siguió en silencio. Cuando vio que ella iba a entrar en el cuarto de las niñas, se abalanzó hasta cogerla por la cintura, la volteó hacia sí, la empujó hasta la pared y trató de besarla en la boca. La mujer de cabellos oscuros se defendió con la misma brusquedad con que él había actuado, y Alberto terminó por desistir y la soltó.

-No vuelvas a hacerlo –le espetó ella con los dientes apretados–. Que no se te vuelva a ocurrir.

-Lo siento –dijo él. Yo sólo quise... yo...

Ella lo miró y en sus ojos un brillo intenso, frío y extraño, lo hizo estremecer. Pero aquello duró sólo un segundo. Al cabo, la mujer de cabellos oscuros volvió a ser el mismo ser aparentemente inmutable de siempre.

-Buenas noches –dijo y entró por fin en el cuarto de las niñas.

La casa estaba a oscuras y Alberto se quedó mirando la puerta cerrada.

-Buenas noches –dijo en un susurro y sintió deseos de llorar.


(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

Mis libros



El mar es el escenario donde convergen reflexiones en torno a realidades tan ciertas y cercanas, que conmueven desde el más perezoso hasta el más intenso amante, en esta suerte de gran poema del amor, de la vida, de las esperanzas, en lucha contra la soledad, sin hacer concesiones a dobleces morales o literarias. El amor coquetea como un niño unas veces feliz, otras mimado, otras travieso, con profundas vivencias acerca del mundo de hoy, en personajes delineados con pericia por su autor en cada una de las historias que integran este volumen.

Maykel Reyes Leyva (La Habana, 1975) es uno de los jóvenes talentos con que cuenta la narrativa cubana de nuestros días. Obtuvo el premio Ernest Hemingway en el 2000, año en que mereció la beca de creación "El Caballo de Coral" otorgada por el Taller Onelio Jorge Cardoso de la UNEAC. Es colaborador de la revista Extramuros y Parva Literaria (México), así como del semanario internacional Orbe, de Prensa Latina.

Edición y corrección: Redys Puebla Borrero.
Dirección artística: Roberto Casanueva.
Ilustración de cubierta: Tagles Heredia Lemus.
Maquetación de cubierta: Silvio Araújo.
Maquetación: Jaqueline Carbó Abreu. 


La aparente locura de un hombre sano, la experiencia espeluznante de un lord inglés, la anemia repentina de una joven recién casada y el nuevo inquilino que turba la tranquilidad de un niño son los indicios que delatan la presencia del vampiro. La duda se disipa cuando la increíble criatura se manifiesta en cualquiera de sus formas y nos subyuga con sutileza mientras las defensas de nuestra razón ceden ante la curiosidad por adivinar sus próximos pasos, el deseo insatisfecho de poder dominarla y la rendición final ante su poderío. Quedamos entonces como criaturas imperfectas, eternos inquilinos de la soberbia mansión de Drácula. 


Quince cuentos de autores clásicos que muestran formas diversas de ver a los vampiros, seres fantásticos que tienen presencia en la literatura desde tiempos remotos. De la mano de estas atractivas criaturas, esta recopilación de Maykel Reyes constituye un paseo excitante por el mundo del suspenso y del terror. Lo invitamos a sumergirse en sus páginas y aventurarse a vivir una experiencia imaginativa alucinante.

martes, 16 de marzo de 2010

Una luz toda la noche

Por Maykel Reyes Leyva

Para Heras León, el Maestro.

Una vez más, la luz de la lamparita de noche había permanecido encendida durante la madrugada. Estuvo tanto tiempo así que terminó volviendo tibio el aire de la habitación. Acostado en la cama, con los pies cubiertos por una sábana, Gustavo intentaba leer. Sostenía el libro con una mano, doblándolo por la mitad, y a pesar del esfuerzo no lograba concentrarse. Las líneas se mezclaban unas con otras. Las palabras carecían de sentido alguno. Sus pensamientos estaban lejanos, vagando tras la silueta de una mujer ausente.

Afuera, la temperatura descendió presagiando el amanecer.

Gustavo sudaba. No sabía si por causa del calor o de la impaciencia. El ventilador se encontraba en un rincón, y el hombre sintió deseos de arrastrarse hasta él para encenderlo, aunque luego no pudiese regresar a la cama.

Cuando menos lo esperaba, Gustavo escuchó que alguien metía la llave en la cerradura de la puerta que daba a la calle. Sintió pasos en la sala. Con un movimiento repentino, soltó el libro sobre la mesita de noche y apagó la lámpara. Fingió dormir. La persona que había penetrado en la casa, vagó a tientas hasta el cuarto, abrió la puerta, volvió a cerrarla y se movió por la habitación en busca de algo.

-¿Ya te tomaste la pastilla?

La voz sonó extraña entre tanto silencio. ¿Cuánto tiempo hacía que el hombre no la escuchaba? Dieciséis horas y media. Minutos más, minutos menos. Gustavo permaneció callado, los ojos cerrados y el resto de los sentidos puestos en los movimientos de la persona recién llegada. Olía a Amor brujo. La voz dijo:

-No tienes que fingir. Sé que estás despierto. Vi la luz desde afuera.

Hubo una pausa. Ninguno se movió durante ese instante. Al cabo, Gustavo volvió a encender la lamparita. Ya no sudaba tanto. La mujer, a los pies de la cama, lo miraba.

-No fingía dormir –dijo él tratando de excusarse-. Es que... se me olvidó la pastilla.

Verónica tenía el pelo recogido en una larga cola de caballo. Estaba limpia, como acabada de darse un baño. Salió del cuarto sin cerrar la puerta. Gustavo miró hacia la ventana. Una mariposa nocturna golpeaba el cristal intentando salir. Quizás llevaba horas así, con la libertad del otro lado del cristal, pero la ventana estaba cerrada. Era imposible escapar por el momento. Verónica regresó con agua y una pastilla. Se sentó junto a Gustavo, le alzó la cabeza sosteniéndolo por la nuca y le puso la pastilla en la boca. Lo sostuvo hasta que él terminó. Luego, el hombre le devolvió el vaso y ella lo colocó en la mesita, cerca del libro.

-¿Te sientes bien?

Gustavo asintió con desgano, mirándole las manos. Le parecieron totalmente desconocidas. Ella se levantó y fue hasta el closet. Descolgó una bata de casa y comenzó a desnudarse. Gustavo no quería ver, pero miraba. La estudiaba en silencio, pensando. Aquel cuerpo sin marcas ni manchas, salpicado de vellos, también se le antojó desconocido. Terminó por preguntarse si aquella no sería otra mujer y no su esposa, una intrusa que había entrado en esa casa accidentalmente y quien lo tomaba por algún familiar. Tal vez debía advertirle de su error. Tal vez debiera.

-¿Qué miras? –preguntó ella dándole la espalda. Su voz no tenía entonación alguna pero lo hizo volver a la realidad-. ¿Quieres que te lleve al baño? ¿Necesitas algo?

-No, nada. No necesito nada –le respondió susurrante, como adormecido.

Por un instante sintió los rayos del sol golpeándole los ojos y entrecerró los párpados. Llegó a sentir el olor del mar acariciando su olfato. Entre risas, persiguió a su esposa por la arena de la playa. Corrían de un lado a otro, él queriendo atraparla, ella dejándose atrapar. El sol se extinguió.

La mujer dio dos o tres vueltas por el cuarto antes de ponerse la bata. Los pezones se le marcaban en la tela. Acomodó la ropa en los percheros, arrinconó los zapatos cerca de la cama y se soltó el pelo. Suspiró como cansada.

-¿Cómo te fue hoy? –quiso saber Gustavo, pero en realidad le importaba poco la respuesta. Lo único que debía saber, ya lo sabía: él había tenido un mal día.

-Bien. –le contestó ella y, mientras se sentaba en la cama, agregó:- Me regalaron esta cadenita. Es de oro. Está bonita, ¿verdad? Pero no sé si venderla o quedarme con ella. O tal vez se la regale a mami. ¿Qué tú crees?

Él no dijo nada. Sabía que no tenía que decir nada. Ella sólo hablaba por hablar, por no quedarse sin hacerlo. Como siempre. Verónica subió los pies y apoyó la espalda contra la cabecera. Se cubrió con la sábana. Gustavo sintió su calor. Pensó que era agradable.

-También conseguí dinero para tus medicinas.

De pronto, el hombre quiso no haber escuchado aquello, estar lejos de allí, no ser él quien estuviera ocupando su lugar. Lo que la mujer dijo lo hizo sentir culpable. Se quedaron sin saber qué decir. Verónica se rascó un muslo y bostezó. Los pezones se le endurecieron. Gustavo sólo la miraba.

-¿Qué quieres decirme? –preguntó ella, al fin, enfrentando sus ojos a los de él.

-Nada, no quiero decirte nada.

-Algo quieres decirme. Desde hace días. Todas las noches me esperas con la luz encendida. Te haces el dormido. No dices nada, pero sé que quieres hablar. Dime.

-No tengo nada que decir –aseguró él.

-Entonces, apaga la luz y déjame dormir. Tengo sueño.

Gustavo estiró el brazo y apagó la luz. Verónica se acostó y le dio la espalda. Pasaron dos minutos en silencio. Él quiso aprovechar ese tiempo para abrazarla por la espalda, para estrechar su sexo endurecido contra las nalgas de ella. No lo hizo y tampoco se lo dijo. Cuando por fin habló fue para decir:

-Ya comenzaron a hablar.

Verónica se volteó hacia el lado contrario. Gustavo volvió a encender la luz. La mujer mantuvo la respiración de un modo lento mientras lo observaba y después suspiró.

-¿Era eso?

-Ya saben en lo que andas. Todo el mundo está comentando. Creo que debes parar.

-¿Parar? ¿Ahora? ¿Estás loco?

-Habla en voz baja –pidió él, mirándola, queriendo desentrañar el misterio de su belleza-. También hay otra cosa.

-¿Qué?

-Estoy cansado, Verónica, de esperar, de esperarte. Noche tras noche.

-¿Qué tú quieres que haga? –preguntó ella.

-Quiero que te quedes en casa. Quiero que duermas aquí, conmigo. Y quiero que dejes de usar ese perfume.

Hicieron silencio. Ella estaba acostada sobre su lado derecho, con el brazo debajo de la cabeza. Él se hallaba bocarriba, el cuello ligeramente doblado hacia la mujer.

-Apaga la luz, por favor –musitó ella-. Voy a dormir.

-Tuve un sueño, ¿sabías? –dijo él, pero Verónica le dio la espalda, ignorándolo- Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba –Verónica seguía en silencio. Quizás se había dormido-. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

Verónica se volteó hacia él. Tenía la cara llena de lágrimas.

-¿Qué coño quieres de mí? –indagó.

-No quiero nada de ti. Te quiero a ti.

Miró fijamente los labios de la mujer y recordó el viento fresco que soplaba en la finca. Estaban sentados sobre las raíces de los árboles y él la veía pelar los mangos con los dientes, chupar la semilla, embarrarse la comisura de los labios, luego besarlo a él, dejarse hacer el amor. Tal vez, después de todo, aquello no había sido más que un sueño. 

-No quiero que sigas hablando de lo mismo –dijo Verónica. El labio inferior tembló ligeramente-. No puedo quedarme aquí, esperando a ponerme gorda, a que se me caigan las tetas, a llenarme de celulitis. Si eso pasa, entonces vamos a morirnos de hambre. ¿Sabes tú lo que eso significa? Por lo demás, sabes que no puedo ser mejor. Te atiendo, te alimento, te visto, me preocupo por ti. Jamás te han faltado las medicinas. Y ni siquiera pido nada para mí. ¿Puedes tú comprender eso? Tengo que aprovechar estos años para asegurar el futuro. El mío, el tuyo, no el de más nadie. Sólo el nuestro.

Gustavo no tenía fuerzas para discutir. Volvió a mirar hacia la ventana. La mariposa nocturna ya no golpeaba el cristal: se había ido. Gustavo también quería una ventana abierta. Estaba cansado de golpear el cristal sin resolver nada. Estiró una mano y apagó la lamparita. ¿Desde cuándo no hacía el amor con su mujer? Dos años, cuatro meses y seis días. Minutos más, minutos menos.

Afuera comenzaba a amanecer.

-Enciende la luz –pidió Verónica.

-¿Qué vas a hacer?

-Enciende la luz.
Gustavo encendió la lámpara nuevamente. Verónica se levantó, se quitó la bata y comenzó a descolgar la ropa que minutos antes se había quitado.

-¿Qué estás haciendo?

Verónica no dijo nada. Gustavo la observó vestirse, con lentitud, con cansancio. Verónica se puso los zapatos y se acomodó el pelo. Lo miró a través del espejo.

-No olvides tomarte las pastillas –dijo entonces y fue hacia la puerta del cuarto. Se detuvo. Estaba llorando. A Gustavo le molestaba verla llorar. Si él dijera sólo una frase, una palabra siquiera... Pero no dijo nada.

La mujer salió, cerrando tras de sí. Gustavo la sintió andar por la sala y salir a la calle. La puerta tronó como una despedida. El hombre miró hacia la ventana y se fijó en el cielo. Comenzaban a verse los primeros rayos del sol. La mariposa, otra vez, golpeaba el cristal. Después de todo, no había conseguido escapar a su encierro.

Gustavo cerró los ojos. Estaba cansado de esperar. Estiró el brazo, apagó la lamparita y luego de un rato, se quedó dormido.