Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Un par de rabos caídos




Teníamos la dirección anotada en un papelito arrugado. Éramos viejos conocidos del municipio y sabíamos de memoria todos los recovecos de la localidad. En menos de media hora nos encontrábamos en González Rubiera y examinábamos los números de las casas intentando hallar el 69.
   Descubrimos que no era exactamente una casa. Se trataba de un cuartucho de madera con casi diez personas viviendo dentro. Preguntamos por Reglita, pero un niño sucio y mocoso dijo que no estaba en ese momento. Lorenzo se negó a dejar recado; prometimos volver un rato más tarde, así que cruzamos a la acera de enfrente, buscamos un rincón oscuro y nos quedamos ahí, agazapados, esperando pa’ ver si aparecía.
   No esperamos mucho. Vimos a una muchacha entrar en el cuartucho. Otro niño, menos sucio y menos mocoso, la llamó por su nombre. Cruzamos la calle. Al preguntar por Reglita, ella misma salió. Preguntó qué queríamos. Lorenzo dijo que queríamos hablarle de negocios. Sonriente, indicó que la esperásemos en la esquina, bajo el farol.
   Minutos después, apareció. Traía puesta una enguatada y una sayita transparente. Era tan flaca que pensé que cualquier vientecillo sería capaz de arrastrarla calle abajo. Nosotros la estudiamos y llegamos a la conclusión de que tenía tremendo swing y que seguro sería muy buen palo. Las flacas casi siempre resultaban ser muy buen palo. Parecía tener veintisiete, veintiocho o veintinueve años. No más. Por sobre la enguatada se marcaban unos senos pequeñitos, paraditos. Además, se notaba que su culo estaba levantado y redondo, lo que provocó imagináramos unas cuantas cochinadas. Tenía los ojos negros, el pelo negro hasta media espalda y no sé por qué pero, cuando sonrió queriendo seducirnos y dejó al descubierto los dientes manchados de cigarro, pensé que debía tener unos pulmones negros también.
  —¿Cómo dieron conmigo? —preguntó.
  —Cachimba nos dio tu dirección —le respondió el Loren. Le mostró el papelito con la dirección.
   Reglita quiso distinguir la letra bajo la luz amarillenta del farol, pero cerró tanto los ojos intentando afinar la puntería que dudo haya conseguido leer algo.
  —¿Quién es Cachimba?
  —El tipo más feo de toda La Habana —fue lo primero que dije aquella noche.
   Decir que Cachimba era feo no es completamente cierto. La palabra feo no es capaz de describir toda la fealdad que lo acompañaba.
  —¿Uno rubio, sin dientes, más o menos de este tamaño? —quiso saber ella.
   Asentí. En el fondo me pregunté cuántos tipos feos habría conocido a lo largo de toda su carrera.
  —Ya. ¿Les habló del precio?
  —Cincuenta pesos. Cada uno —explicó el Loren.
   Reglita no se estaba quieta en el lugar. Se balanceaba de un lado a otro, como un elefante, y también recuerdo que, de cuando en cuando, nos miraba de arriba abajo, se saboreaba y sonreía con sus enormes dientes manchados de nicotina.
  —¿Tienen el dinero?
  —Oye —dije—. ¿Vas a seguir interrogándonos o nos vamos a templar de una vez?
   Su sonrisa desapareció. Pero fue sólo unos segundos. Volvió a sonreír con total normalidad.
  —Espérenme aquí.
   La vimos coger calle abajo, en contra del aire. Llevaba el paso lento. Regresó a los cinco minutos. Traía el paso más rápido. Pensé que sería a causa del viento.
  —Vengan.
   La seguimos. Un par de veces volteó la cabeza pa’ mirarnos. Mientras caminaba, se meneaba putísimamente, haciéndonos pensar que sería un magnífico palo.
   Una cuadra más allá, nos detuvimos frente a una casa de mampostería pintada con lechada. Reglita tocó en la puerta. Salió un tipo blanco en canas, de unos cincuenta años. Al vernos sonrió con picardía. Nos invitó a pasar. Me senté en un butacón que tenía la madera casi podrida. Lorenzo se sentó en un taburete de mejores condiciones. Estábamos en una suerte de cuarto—cocina—baño—comedor que olía a humedad, a orine y a vaya usted a saber cuántas cosas más. El tipo, maricón hasta la pared de enfrente, revoloteaba por la habitación intentando ordenarla un poco. Lo intentó en serio, pero no consiguió nada. Luego, se volteó hacia Reglita y preguntó:
  —Chiquita, ¿a qué hora regreso?
  —Dame una hora o una hora y media, más o menos —le respondió la muchacha.
   El maricón se paró en la puerta. Antes de salir, se despidió:
  —Bye—bye.
   Reglita dio dos o tres vueltas haciendo como que buscaba algo. Entonces se detuvo frente a nosotros.
  —Bueno, ¿cuál va a ser el primero?
   El Loren levantó la mano, como cuando estudiábamos en la primaria y se esforzaba por ser un niño aplicado.
  —Yo esperaré afuera —dije.
   Salí. Me paré en la acera de enfrente. Sentí deseos de fumar. Registré los  bolsillos del pantalón hasta que recordé que no fumaba, que nunca lo había hecho y que sería poco probable que encontrase ni siquiera una colilla en ellos. El reloj marcaba las ocho y cuarto. De una casa cercana me llegaban las voces de los locutores del noticiero de televisión. Mientras esperaba mi turno pa’ templarme a una puta, un grupo de agricultores sobrecumplía la recogida de papas en Batabanó. Estuve parado ahí cosa de cinco minutos. Sobre las y veinte decidí ir a sentarme al parque que quedaba a unas cuadras más abajo, por lo menos hasta las nueve en punto. Eché a caminar. Sólo unos pasos. Me detuve cuando escuché un chiflido conocido.
   Lorenzo salió de la casa. Yo me quedé estupefacto. ¡¡Cinco minutos!! Si no era un récord, sin dudas era un buen average. Se me acercó con la cara alargada. Me hizo la señal de la cruz.
  —Toda tuya —dijo.
   Miré hacia la puerta de la casa. Reglita estaba asomada a ella y me hacía señas de que fuera.
  —¿Qué pasó? —le pregunté entre dientes a Lorenzo.
  —Que lo disfrutes —dijo.
   Se quedó parado en la acera y yo crucé. Entré en la casa. Reglita estaba vestida y arreglada, como si no se hubiese quitado la ropa. La cama estaba sin destender, como si tampoco hubiese sido usada. Aquello me dio mala espina, pero ya estaba ahí y no podía escapar.
   Reglita me tomó de un brazo. Con delicadeza me sentó en el borde de la cama. Me besó. Tenía un fuerte olor y sabor a cigarro.
  —Oye —dije—. ¿El sabor a cigarro viene incluido en el precio?
  —¿Te molesta?
  —¿Qué crees? 
   Se levantó. Se cepilló los dientes. De dónde sacó el cepillo dental, no lo sé. Cuando regresó y me besó, seguía oliendo a cigarro, pero el sabor era menos fuerte. Me metió la lengua en la boca. Sentí el comienzo de una erección.
  —Voy a hacerte gozar —le aseguré.
  —Eso está muy bien, precioso. Pero antes, págame.
   La erección desapareció. ¿Cómo se le ocurría hablar de dinero en momentos como ése? Saqué la billetera y le di los cien pesos acordados. Ella sonrió, pero la luz amarillenta de la habitación era tan pobre que no noté la mancha de sus dientes, lo cual estaba muy bien. Guardó el dinero. Volvió a meter su lengua en mi boca. Era una lengua juguetona, caliente, que sabía lo que hacía. Le agarré una teta. Otra vez, la erección.
  —¿Por qué hacen esto? —preguntó.
  —¿Qué cosa?
  —Esto de venir y pagar por algo que pudieran tener gratis. Ninguno de los dos es feo.
  —Queremos saber.
  —¿Saber qué?
  —Lo que se siente. Ya sabes, pagarle a una puta pa’ acostarse con ella.
  —No me gusta como dices puta.
  —No conozco otra forma de decir puta.
  —¿Qué edad tienen?
  —Dieciocho.
  —Son dos niños.
  —Somos unos templones.
  —Sí, claro.
  —Por cierto —dije—. ¿Cómo se comportó mi amigo?
  —Prefiero no hablar de eso. ¿Quieres que me desnude ya?
   Asentí. Se levantó. Yo me amasé el miembro pa’ endurecerlo más. Con lentitud, libidinosamente, ella se quitó la ropa. Lucía muy bien en blúmer y ajustadores. Fue justo cuando se quitó los ajustadores que comencé a desear estar lejos de ahí. Sus tetas parecían dos gargajos que por milagro divino desafiaban la ley de gravedad. Cuando se quitó el blúmer, quise morirme. Sus nalgas me recordaron la superficie lunar, y por delante una extraña y larga madeja de vellos me impactó. La espalda la tenía invadida de granos amarillentos. Los muslos estaban cubiertos por manchas. ¿De qué?, todavía no he podido descubrirlo.
   Adiós erección.
   Sólo entonces comprendí por qué ella había aceptado a Cachimba como cliente.
   Sonriendo, me empujó hasta hacerme caer de espaldas en la cama. Me sacó los pantalones y el calzoncillo de un tirón.
  —¡Qué cosita tan bonita! —exclamó—. Pero está morida, morida. Vamos a ver qué podemos hacer por ella.
   Se metió mi miembro en la boca. Lo lamió y relamió, pero nada.
  —¿Qué pasa? —preguntó.
  —Nada —dije.
   Volvió a meterse mi miembro en la boca. Lo sacaba por instantes y se golpeaba en las mejillas con él. Volvía a chuparlo con fruición, pero estaba más muerto que mi tatarabuelo.
  —Detente —dije, pero no me escuchó—. Detente —repetí.
   Reglita era como los chivos: cuando comen, no oyen. Seguía esforzándose por hacerme levantar el ánimo, en vano.
  —¡Detente, carajo, te doy diez pesos si paras ya!
   Entonces sí escuchó. Dejó de chupar. Me levanté de un salto. Me vestí. Tiré los diez pesos sobre el colchón y me dirigí a la puerta. Ya con el picaporte en la mano y la puerta entreabierta, miré por sobre el hombro. Reglita me observaba, triste, desde el otro extremo de la habitación.
  —¿Vas a volver algún día? —preguntó.
  —Ni muerto —dije, y fue lo último que hablé aquella noche.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Tetas como elefantes blancos o Reescribiendo a Hemingway







Las colinas más allá del pueblo eran largas y oscuras. Como en el pueblo no había árboles ni sombra se mandaba un calor bárbaro, a pesar de que había estado lloviendo durante casi toda la madrugada. Aunque el bar tenía baño, los borrachos salían y meaban a un costado no muy lejos de la carretera, y cuando el sol calentaba mucho y el viento soplaba con un tilín de fuerza, se colaba por la puerta abierta un tufo violento. Una cortina hecha con tapas de laticas de cerveza colgaba de la puerta del bar, para mantener afuera las moscas y las guasazas. La rubia que estaba sentada conmigo ante una mesa a la sombra, fuera del local, se inclinó seductora. Hacía sólo dos horas que nos conocíamos. Yo iba de pasada rumbo a La Habana cuando la recogí en un entronque y la invité a tomar cervezas.
  ― ¿Puedo echarme otra? —preguntó. Al inclinarse, las tetas quedaron frente a mis ojos y también las pecas que le cubrían el pecho.
  ―Hace calor. Toma lo que quieras —le dije.
  ― ¿Seguro? Mira que son a veinte y ya nos hemos tomado dos cada uno.
  ―Dos cervezas —dije al gordo que atendía el lugar y que se hallaba del otro lado de la cortina.
  ― ¿Mayabe o Cacique? —preguntó desde la puerta.
  ―Cacique. Que estén bien frías.
   Desde hacía un rato la muchacha se había quitado uno de los zapatos y me tocaba el rabo por debajo de la mesa. Yo lo tenía duro y la dejaba hacer, y era agradable sentir su pie deslizándose por la entrepierna como si nada.
   El gordo trajo dos vasos plásticos nuevos, porque los que habíamos estado usando hasta el momento ya estaban descojonados. Puso primero los portavasos de cartón y las botellas de cerveza sobre la mesa. Nos miró. La rubia tetona contemplaba las colinas en el horizonte. Yo también, pero las mías eran blancas y tenían pecas por doquier.
  ―Parecen rinocerontes —dijo ella.
  ―O ballenas. O elefantes. Cualquier animal grande y blanco —bebí de mi cerveza.
  ― ¿Elefantes blancos? ¿Eso existe?
  ―Nunca he visto alguno, pero eso dicen.
  ―Me gustaría subirme a ellas y quedarme a vivir allí.
  ―Yo también podría ―dije―.  Eso y mucho más. Y sé que puede llegar a gustarte si lo intentas.
   La muchacha miró la cortina de tapas de laticas, tras de mí.
  ―Estás obsesionado con ese tema, ¿no te parece?
  ―Y tú estás predispuesta. ¿Cómo puedes decir que no sin haber probado primero? 
  ―He escuchado cada cuento… Por desgracia, soy de ese tipo de personas que no pueden aguantar el dolor.
  ―Sí, yo también he escuchado historias parecidas, y he vivido mucho también, y te digo que la mayoría no son más que eso: puras historias, cuentos de camino, fantasías de viejas reprimidas y amargadas que sufren viendo a los demás gozar.
  ― ¿Estás seguro?
  ―Estoy convencido y sé que no te va a doler. Voy a hacerlo con tanto cuidado, que ni cuenta te darás cuando hayamos terminado.  ¿Quieres hacer la prueba?
  ―No sé. No sé. Nunca lo he hecho así. Me parece que el dolor va a ser terrible.
  ―Podemos mojarlo un poquito antes, si quieres. A lo mejor te gusta y repetimos. ¿Podemos repetir?
  ―No sé ―dijo la muchacha―. ¿Es bueno con agua?
  ―No es muy bueno, pero puede intentarse. Es mucho mejor cuando se moja con saliva.
  ― ¿Con saliva?
  ―Sí, con saliva. Se disfruta más. Uno pasa la lengua, la pasa y la pasa, y lo demás casi ni se siente.
  ―Eso dicen todos ­―aseguró la muchacha―. Te marean con la historia de que no te va a doler y una viene de boba, los deja hacer y luego...
  ―Tal parece que ya lo has hecho antes.
  ―No es eso, es que todos los hombres son unos malditos que sólo piensan en lo mismo.
  ―No te quejes. Tú fuiste quien me hizo señales en la carretera.
  ―Yo sólo me estaba divirtiendo ―dijo la muchacha―. Pero tú empezaste con lo de las cervezas, y de una cosa pasaste a otra.
  ―Bueno, probemos de una vez.
  ―Si algo sale mal, la culpa será sólo tuya. Que conste que yo sólo quería tomarme unas cervezas, conocer a un buen tipo y hablar sobre colinas que parecen elefantes blancos.
  ― ¿Por qué te importa tanto el color? ¿No seguirían siendo colinas si fuesen negras?
  ―No, no es igual. Una blanca es fácil de escalar, chiquita. Ya lo he hecho otras veces. Pero las colinas negras son grandes, difíciles... Ninguna amiga mía ha podido subir una sin sentir que le tiemblan las piernas.
  ―Supongo que tienes razón.
   La muchacha volvió a mirar hacia las colinas.
  ―Son hermosas —dije yo, con la vista clavada en sus tetas―. En realidad no parecen elefantes blancos.
   Sólo me refería al color de su piel a través de la blusa.
  ― ¿Tomamos otra cerveza mientras lo pienso?
  ―Bueno.
   El viento nos tiró encima toda la peste a orine de los alrededores.
  ―Están frías y ya quedan pocas ―dijo el gordo del local.
  ―Es adorable ―dijo la muchacha, no sé a qué carajos se refería.
  ―En realidad es una operación terriblemente sencilla ―dije―. En realidad no es exactamente una operación.
   La muchacha miró por primera vez unos matorrales varios metros más allá, pensativa.
  ―Sé que no te va a doler. No es nada. Lo he hecho otras veces. Soy un profesional en la materia.
   La muchacha no dijo nada.
  ―Lo he hecho tantas veces ya que puedo describirte la operación paso a paso, con lujo de detalles. Después que pase, todo estará bien. Además, hasta ahora nadie se ha quejado. Eso es un buen aval, ¿no crees?
  ―Y ¿qué haremos después?
  ―Lo que tú quieras. Venimos y nos tomamos otras cervezas, si es que no se acaban antes. O te puedo llevar hasta tu casa, como querías al principio. También puedo llevarte a vivir conmigo para La Habana. Serías mi mujer.
  ― ¿De verdad me llevarías?
  ―Claro que sí. Pero antes quisiera probar. No me gustaría llevarme a casa algo que no se puede usar como Dios manda.
   La muchacha miró la cortina, estiró la mano y tomó la mía que estaba sobre la mesa. Su piel contrastaba con la mía.
  ― ¿Y estaremos bien y seremos felices?
  ―Sé que lo seremos. No tienes que tener miedo. No te pasará nada. Conozco cantidad de gente que lo hace y le gusta.
  ―Yo también ―dijo la muchacha―, después que lo hicieron fueron muy felices.
  ―Bueno ­―dije al ver que vacilaba―, si no quieres no tienes por qué hacerlo. Pero sé que todo es muy fácil y rico.
  ―Y tú, ¿lo quieres realmente?
  ―Creo que no puedo vivir sin eso. Tengo que hacerlo todos los días, todo el tiempo si es posible.
  ― ¿Y si lo hago serás feliz y me llevarás a vivir contigo y me amarás?
  ―Ya te amo. Tú sabes que te quiero.
  ―Lo sé. Pero si lo hago y todo sale bien y digo que me gusta, ¿me querrás más?
  ―Claro. Me gustas ahora y me gustarás mucho más cuando por fin lo hagamos.
  ― ¿Si lo hago, me dirás que me quieres?
  ―Te quiero, mi nubecita.
   Pensó un poco más. No paraba de vacilar.
  ― ¿Dijiste que eras escritor, no?
  ―Así es.
  ―Si estuvieras escribiendo esta historia... ya sabes, si la protagonista fuera como yo y estuviera en mi situación, es decir, en un lugar apartado, con un hombre desconocido, pero agradable... ¿qué haría?
  ―Tomaría la decisión y lo haría ―contesté sin pensar―. Si no, no fuera la protagonista. ¿O sí?
   Estaba borracha como una cuba. Sonrió.
  ―Entonces lo haré. Porque quiero hacerlo y porque lo harás despacito para que no me duela.
  ― ¿Qué quieres decir?
  ―Que si lo haces despacito, suavecito, acordándote del tamaño que tiene esa cosa tuya, no me importará que lo hagas.
  ―Bueno, pero también quiero que te guste a ti.
  ―Si a ti te gusta, a mí me va a gustar. Ya verás.
  ―Si no quieres, no lo hacemos.
   La muchacha se puso de pie y se tambaleó un poco. Se metió entre los matorrales, espantando de su cara las moscas y las guasazas. La seguí. La hierba nos daba hasta el cuello y el fango estaba para respetar. Cuando el bar quedaba como a doscientos metros y la carretera ni se veía, la muchacha se detuvo. Se subió la saya y se bajó los blúmers. Mientras lo hacía, con dificultad, decía:
  ―Y pudiéramos tener hijos, varios hijos, que se parezcan lo mismo a mamá y a papá.
  ― ¿Qué dijiste?
  ―Que pudiéramos tener hijos.
  ―No, no podemos —dije.
   Sus manos se detuvieron cuando se quitaba la blusa.
  ― ¿Por qué no?
  ―Porque todavía no se ha inventado la manera de que una mujer quede preñada por el culo. ¿O tú conoces alguna?
  ―Pero no tenemos que hacerlo solamente por el culo. Podemos hacerlo por todas partes.
  ―No, no podemos. O el culo o nada.
  ―Pero...
  ―Nada. Y no vamos a discutir. Si no quieres, lo dejamos todo aquí y yo sigo tranquilo para La Habana.
   Dudó un instante. Hizo como que pensaba, pero estaba tan borracha que no debió haber pensado mucho. Se encogió de hombros y se inclinó, de espaldas a mí. Me saqué lo mío. Estaba duro como un palo. La muchacha miró hacia atrás y cuando lo vio, cerró los ojos. Fuertemente.
  ―Por favor, que no me duela. Ustedes los negros son todos unos exagerados ―dijo.
  ―Tranquila, mami. Yo no la quiero para matar a nadie.
   Me agaché, le abrí las nalgas y le pasé un poco la lengua para humedecerle el huequito. Después, sin mucho protocolo, porque los hombres somos todos unos hijueputas, se lo metí. A ella le brotaron par de lagrimitas bobas. Apretó los dientes y el culo.
   Cuando terminamos, fuimos y nos sentamos otra vez en la mesa. Cuando el gordo del local nos vio, suspiró aliviado. Quizás pensó que nos habíamos ido sin pagar. Nos quitamos un poco de guisazos de la ropa y, mientras el gordo traía un par de cervezas más, la muchacha miró hacia las colinas y se movió en el asiento, adolorida.
  ­― ¿Quieres hacerme un favor, cariño?
  ―Claro ­―contesté.
  ―Por favor, por favor, por favor,  por favor,  por favor,  por favor,  por favor,  la próxima vez que me la metas, dame más lengua primero, ¿sí?
  ―De acuerdo.
  ―No quiero que vuelvas a hacerlo como si yo fuese una puerca o una vaca. Soy una mujer y merezco un mínimo de consideración. ¿Está bien?
  ―Como quieras.
   Miró las botellas agrupadas sobre la mesa. También las moscas que no dejaban de joder.
  ­― ¿Tenemos que pasar a recoger tus cosas a tu casa o...?
  ―No tengo nada que recoger.
  ―Bien. Voy al baño y luego nos vamos.
   Entré en el bar. Había pocos borrachos a esa hora. El gordo se hurgaba la nariz en un rincón del local, mientras intentaba escuchar un juego de béisbol en un equipo de radio del año de la corneta.
  ―Dime, ¿hay alguna puerta por donde pueda salir sin que la gordita tetona que está conmigo me vea?
   El gordo me miró con desconfianza.
  ―No irás a dejarla sin pagarme la cuenta, ¿verdad?
  ―Por supuesto que no. Sólo que acabamos de romper y siempre las despedidas son difíciles.
   El gordo no creyó ni media palabra.
  ―No puedo creer que esto le esté pasando de nuevo ―comentó. Parecía sinceramente afectado.
  ― ¿Por qué lo dices?
  ―No es la primera vez que un negro de mierda viene aquí y me deja a esa chica rodeada de botellas vacías y sin un medio en el bolsillo.
  ―Siempre queda la opción de ponerla a fregar platos ―dije.
  ―Aquí no se sirve comida ―aclaró el gordo.
  ― ¡Ah! ¿Y cómo termina la historia? ―pregunté con verdadera curiosidad.
   El gordo sonrió con sus dientes amarillos. Era evidente que algún recuerdo agradable andaba rondando su memoria. Respondió:
  ― ¿Qué puedo decir? La muy cabrona tiene las mejores tetas de todo el pueblo, ¿verdad?
   Asentí. Sin decir nada más, me indicó una puerta  a sus espaldas, adornada también con otra cortina. Salí del lugar y me subí al carro como Juan que se mata. Antes de arrancar el motor, miré por la ventanilla y vi a la muchacha, de perfil, todavía sentada en la mesa. Seguía contemplando las colinas que bordeaban el horizonte.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Suicidio



Lamento que te fueras
que las fiestas de Hallowen duren tanto tiempo
que después del adiós siempre venga el olvido
y la distancia
y las largas noches de insomnio
y el cuervo que me dice: “Nunca más”.

Anoche no hubo dueños
sólo las aspas del ventilador
que anunciaban el suicidio
y luego el disparo           
                           el vacío
y el cuervo maldito repitiendo:
“Nunca más”.




Saberte así



Para ti, aunque no sepas que es contigo.

saberte así: puta
irresistiblemente puta
puta y tentadora
tentadora y peligrosa
audaz, provocativa, insaseable
deseosa, hambrienta, desafiante
puta
saberte así
me quita el sueño.



Luna

allí estás
saturada de postes eléctricos
              de balcones
               de antenas de televisión
               de telescopios que intentan atraparte.



Eppur si muove



el mundo gira
mis manos giran
mis labios
mi piel
el universo
el cielo gira
y yo
también
sobre tu ombligo.


El verso



y aunque me digo que no
que tengo que ignorarlo
borrarlo de mi mente
estrangularlo
y lucho y me resisto y lo esquivo
y lo golpeo y lo apuñalo
aunque me digo que no
lo escribo.


domingo, 6 de diciembre de 2015

25 horrores por segundo

 Misery

Un escritor llamado Paul Sheldon lleva años malgastando su talento con unas románticas historias, de gran éxito comercial, cuya protagonista es una mujer llamada Misery. Decidido a acabar con esta situación, mata al personaje y se refugia en Colorado para escribir una novela seria. Terminado su trabajo, emprende el regreso, pero en una carretera de montaña, pierde el control de su coche y sufre un grave accidente. Annie Wilkes, una brusca e impetuosa mujer, gran admiradora suya, lo rescata, se lo lleva a su casa y lo cuida con esmero. Obsesionada con el personaje de Misery, retiene a Sheldon para obligarlo a escribir una nueva historia en la que resucite al personaje. 



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28 días después

Londres es un cementerio. Las calles antes abarrotadas están ahora desiertas. Las tiendas, vacías. Y reina un silencio total. Tras la propagación de un virus que acabó con la mayor parte de la población de Gran Bretaña, tuvo lugar la invasión de unos seres terroríficos. El virus se difundió, tras la incursión en un laboratorio, de un grupo de defensores de los derechos de los animales. Transmitido a través de la sangre, el virus produce efectos devastadores en los afectados. En 28 días la epidemia se extiende por todo el país y sólo queda un puñado de supervivientes.



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Camino equivocado

Seis adolescentes viajan en coche cuando, de pronto, deben desviarse de su ruta al encontrar la carretera bloqueada por un accidente. Pero los jóvenes se pierden en los densos bosques de West Virginia, donde serán perseguidos por una raza humana de caníbales, horriblemente desfigurados por su antinatural alimentación a lo largo de generaciones... 



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Las colinas tienen ojos

El viaje de una familia se convierte en una pesadilla terrorífica cuando se adentran en una zona desértica de acceso restringido, donde el Gobierno está haciendo experimentos con energía atómica.



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Saw

Adam se despierta encadenado a un tubo oxidado dentro de una decrépita cámara subterránea. A su lado, hay otra persona encadenada, el Dr. Lawrence Gordon. Entre ellos hay un hombre muerto. Ninguno de los dos sabe por qué está allí, pero tienen un casette con instrucciones para que el Dr. Gordon mate a Adam en un plazo de ocho horas. Recordando una investigación de asesinato llevada a cabo por un detective llamado Tapp, Gordon descubre que él y Adam son victimas de un psicópata conocido como Jigsaw. Sólo disponen de unas horas para desenredar el complicado rompecabezas en el que están inmersos. 



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Drácula, de Bram Stoker

En el año 1890, el joven abogado Jonathan Harker viaja a un castillo perdido de Transilvania, donde conoce al conde Drácula, que en 1462 perdió a su amor Elisabeta. El Conde, fascinado por una fotografía de Mina Murray, la novia de Harker, que le recuerda a su Elisabeta, viaja hasta Londres "cruzando océanos de tiempo" para conocerla. Ya en Inglaterra, intentará conquistar y seducir a Lucy, la mejor amiga de Mina.



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Habitación sin salida

David y Amy Fox, una pareja con problemas tras haber sufrido una tragedia en su matrimono, se ven obligados a pasar la noche en un aislado hotel tras una avería en su coche. En su habitación descubren unas cámaras de video ocultas, y se dan cuenta de que, a menos que escapen de allí, serán los siguientes en protagonizar una película sangrienta...




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Bajo Mundo

Durante siglos, dos razas han ido evolucionando en las profundidades de la Tierra: los aristocráticos y sofisticados vampiros y los brutales hombres-lobo (Lycans), cuya existencia siempre había formado parte del mundo de los mitos y las leyendas. Estas razas nocturnas son enemigas mortales y están condenadas a vivir en perpetua guerra hasta que sólo una de ellas sobreviva. En medio de este conflicto ancestral, una Guerrera Vampiro, Selene, descubre una conspiración de los Lycan para secuestrar a Michael, un joven médico. Después de seguirlo por toda la ciudad, Selene entabla una insólita relación con él, y cuando los Lycans se deciden a atacar, se interpone entre ellos y el médico. Mientras intenta salvar a Michael, descubre un plan de los Lycans para crear nuevas criaturas que combinen los poderes de ambas razas y carezcan de sus debilidades.



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Air

En unas instalaciones de conservación criogénica dos guardias de seguridad patrullan constantemente sin poder salir del lugar, ya que una guerra nuclear ha convertido el aire exterior en irrespirable. Ambos custodian a los científicos durmientes que, llegado el día, saldrán a la luz para reconstruir el planeta, pero poco a poco el claustrofóbico entorno comienza a hacer mella en su cordura.



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La cabina

En medio de la calle y a plena luz del día el joven Stu Shepard, un ambicioso publicista de Nueva York, se encuentra de repente atrapado en una cabina telefónica debido a las amenazas de un francotirador armado con un rifle con mira telescópica que le está apuntando: si cuelga el aparato, morirá.


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Depredadores

En un lugar selvático desconocido, un grupo de seres humanos son lanzados inconscientes en paracaídas y abandonados a su suerte después de ser secuestrados. Poco a poco van descubriendo que todos tienen un elemento común: son de la misma época y son personajes que tienen que ver con el mundo de la guerra y el crimen. Finalmente descubrirán además que han sido llevados ahí con un propósito específico: ser presas de una cacería organizada por una raza extraterrestre.



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Resident Evil

El virus T, que convierte a las personas en zombis, se ha desatado en un centro de investigación llamado la Colmena. La Corporación Umbrella lo desconoce, así que envía a un equipo para saber por qué la Reina Roja —el ordenador que controla todo el centro de investigación de la colmena— asesinó a todos dentro. Cuando los hombres llegan, de los guardias de la Colmena encuentran solo a Alice, en estado de amnesia temporal. Juntos se adentran en la Colmena para saber qué ha pasado debiendo enfrentarse a los cadáveres reanimados y las bioarmas que allí se desarrollaban.



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El día después de mañana

Jack Hall es un investigador dedicado al estudio del clima y según sus teorías el calentamiento global que ha incrementado en los últimos años puede desencadenar un ambiente inhóspito en la tierra. Después de una perforación llevada a cabo en la Antártida un grupo de científicos descubre que hace cerca de diez mil años atrás el mundo sufrió un cambio climático sin igual. Jack busca desesperadamente advertir a los altos mandatarios del mundo para que esto pueda evitarse, pero sus descubrimientos han llegado demasiado tarde ya que alrededor del planeta ha iniciado la catástrofe. Ahora los humanos deben enfrentar una lucha por su supervivencia.


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La carretera

El planeta ha sido arrasado por un misterioso cataclismo y, en medio de la desolación, un padre y su hijo se dirigen hacia la costa en busca de un lugar seguro donde asentarse. Durante el viaje se cruzarán con otros supervivientes: unos se han vuelto locos, otros se han convertido en caníbales.




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Alien vs. Predator

El descubrimiento de una antigua pirámide enterrada en la Antártida lleva a un grupo de científicos y aventureros al continente helado. Allí harán un terrorífico descubrimiento: dos violentas e implacables razas alienígenas libran entre sí la última batalla. Poco importa quién gane... nosotros perderemos.



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Guerra Mundial Z

Cuando el mundo comienza a ser invadido por una legión de muertos vivientes, Gerry Lane, un experto investigador de las Naciones Unidas, intentará evitar el fin de la civilización en una carrera contra el tiempo y el destino. La destrucción a la que se ve sometida la raza humana lo lleva a recorrer el mundo entero buscando la solución para frenar esa horrible epidemia.


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Hidden

Han pasado 301 días desde que Ray, Claire y su hija Zoe, encontrasen un refugio bajo tierra luego de que la hecatombe se liberara sobre la superficie. Con nada que les distraiga de su propio miedo, se aferran a la esperanza de poder vivir algún día sobre la superficie como una familia normal. ¿Qué es lo que se cierne sobre la prisión de cemento a la que llaman hogar? Lo único que tienen seguro es que hay algo terrorífico y extraño que amenaza su frágil existencia, y que va a por ellos.



 
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El rito


Michael Kovak, un decepcionado seminarista norteamericano, decide asistir a un curso de exorcismos en el Vaticano, lo que hará que su fe se tambalee y tenga que enfrentarse a terribles fuerzas demoniacas. En Roma conocerá al Padre Lucas, un sacerdote poco ortodoxo que le enseñará el lado oscuro de la Fe.

 
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Los locos

Una misteriosa toxina en el agua convierte a cualquiera que esté expuesto a ella en un asesino sin escrúpulos. Los residentes de un pequeño pueblo agrícola empiezan a sucumbir a un desenfreno incontrolable de violencia y la escalofriante masacre acaba en una sanguinaria anarquía. En un intento por controlar la epidemia, el ejército envía una fuerza de élite a bloquear los accesos a la ciudad, aislando a los pocos ciudadanos no infectados que quedan y dejándolos a merced de los despiadados asesinos que acechan en la oscuridad. 


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El exorcismo de Emily Rose

Richard Moore es un sacerdote acusado de homicidio por negligencia por la muerte de la joven Emily Rose. Esta católica devota empezó a tener visiones aterradoras tras asistir a la universidad y decide contactar con el cura, pues está convencida de que necesita un exorcismo. Ahora, la abogada agnóstica Erin Bruner decide arriesgar su reputación ayudando al padre Moore. En boca de la mismísima joven, Emily estaba poseída, en total, por seis demonios: Lucifer, Caín, Judas, Nerón, Belial y Legión.


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Actividad Paranormal

Una pareja joven monta un sistema de cámaras para vigilar su casa porque sospechan que hay ‘algo’ dentro de ella. Lo que descubren es una presencia maléfica que se pasea por su hogar mientras duermen.


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El amanecer de los muertos

De repente el mundo se convierte en una pesadilla, los muertos caminan por las calles y se devoran a la gente sin distinguir raza ni gustos sexuales. Unos pocos sobrevivientes no tienen otra que escapar de la ciudad y encuentran refugio en un centro comercial. Rodeados de miles de cadáveres hambrientos tendrán que buscar una salida antes de que los muertos descubran cómo entrar.


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30 días de noche

La historia se desarrolla en el solitario pueblo de Barrow, Alaska, donde cada invierno el sol se pone y no vuelve a salir en 30 días. En estas condiciones surge un clan de aterradores vampiros que aprovechan la oscuridad para asediar al pueblo, matar y tomar la sangre de todos sus habitantes. En medio del caos, un puñado de residentes, con el Sheriff a la cabeza, hacen lo posible para sobrevivir los 30 días.


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Entrevista con el vampiro

Daniel Malloy es un periodista que consigue su entrevista más importante: la de Louis de Pointe du Lac, que decide contar qué ocurrió desde que Lestat de Lioncourt le convirtiera en vampiro doscientos años antes.



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Alien, el octavo pasajero

De regreso a la Tierra, la nave de carga Nostromo interrumpe su viaje y despierta a sus siete tripulantes. El ordenador central, MADRE, ha detectado la misteriosa transmisión de una forma de vida desconocida, procedente de un planeta cercano aparentemente deshabitado. La nave se dirige entonces al extraño planeta para investigar el origen de la comunicación.