Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 17 de febrero de 2021

LOS QUE VAN A RESUCITAR, TE SALUDAN

 


POR MAYKEL REYES LEYVA

 

Yo, Severo Tauro, consul suffectus, ciudadano de Roma, hijo del filósofo Justiniano Tauro y discípulo del gran historiador Octavio Citia, por propia voluntad y decreto divino, pongo mi memoria al servicio de la Historia. Que de mi pluma nunca brote un hecho incierto o exagerado o que cuyas circunstancias no me haya tocado vivir en carne propia. Que la verdad sea mi escudo contra los incrédulos del futuro. Rezo a los dioses para que cuanto narro en estas páginas no sea jamás tomado como desvaríos de un demente, puesto que la virtus que hace del hombre un ser bueno no sólo se basa en el valor demostrado en batalla, sino además en su capacidad para despreciar la mentira.

Ya cuando la muerte me acecha al final de la vida, reconstruyo este pasaje ocurrido sesenta años atrás, cuando aún corría juventud por mis venas y mis ojos no se veían amenazados por la senectud. Ocurrió, de hecho, en el Amphitheatrum Flavium Romae, y fue tal el horror allí vivido en aquel espectáculo, frente a los más de cincuenta mil espectadores presentes, repartidos entre las ochenta gradas, que aún en la actualidad se habla de esa jornada, aunque de una manera muy distinta a como aconteció en realidad. Fue de tal envergadura aquel terror que, en un instante, quedó opacado todo oscuro pasado acaecido en la arena durante los siglos anteriores, como cuando Nerón hizo pelear en un mismo día a cuatrocientos senadores y doscientos caballeros. O cuando Trajano, al regresar de su expedición al Danubio, hizo que, en los ciento veintitrés días de fiestas organizadas, combatieran entre sí diez mil gladiadores.

Érase, pues, una tarde calurosa de verano. Hallábame consumido desde hacía varios días por una honda tristeza, debido al fallecimiento de mi muy querido padre. Cerca de mediodía asistí a la exhibición, necesitado como estaba de al menos una irrisoria dosis de diversión. Era de vox populi un acto nunca antes visto reservado para el final de aquella tarde. El bullicio era tan agudo que apenas podía escuchar la voz de mi propio pensamiento. La plebe aullaba con desenfreno ante cada combate. Me sentí contagiado. Al poco de haber tomado asiento entre la multitud, en una de las gradas inferiores, acorde con el status que ostentaba entonces, me descubrí vociferando sin apenas saber por qué lo hacía. El César, en su podium, acompañado por su séquito de senadores y por varios lanistas de prestigio, vitoreaba o abucheaba a la par que la chusma. La inmensa mayoría de las veces lo veía con el pollice verso, ya que sólo él tenía la autoridad para perdonar o condenar a muerte.

Nunca he sido amante de la violencia, los dioses están por testigos, pero no dejaba de resultar atractivo el espectáculo visual que ofrecían aquellos hombres de complexión bien formada, ataviados con armaduras, cascos y espadas, y movimientos precisos y letales. Sin haberlo pretendido, quedé fascinado. Seguí los vaivenes de los combates casi con fruición. Diríase que con la obsesión incurable de un lunático. Gladiadores contra gladiadores. Gladiadores contra animales. Gladiadores contra condenados a muerte. Se sucedían sin fin tracios, germanos, galos, sirios, romanos. Poco importaba si eran esclavos o si combatían por voluntad propia. Todos estaban dispuestos a morir. Y morían.

No demoraban los esclavos en entrar en la arena y, ayudados por garfios de hierro, se apresuraban a arrastrar a los difuntos a través de la Puerta de la Muerte rumbo al spoliarium. El vencedor de un combate se convertía en el perdedor del combate siguiente. Y así sucesivamente, una y otra vez, como una serpiente mordiendo su propia cola. Para cuando la tarde llegaba a su fin, todo estaba cubierto de rojo en el Colosseum. El viento cargaba en sus brazos un fuerte olor a sudor, sangre y muerte.

No entraré aquí en detalles sobre los combates de gladiadores, nada más lejos de mi intención. Ya lo hizo en su momento, con magistral desenfado, el genial Suetonio. Pero sí describiré la extrañeza que cundió en las gradas aquella tarde, cuando un doctore de piel de ébano apareció en el terreno, casi arrastrando lo que a todas luces era una mujer desnuda, tan negra como él mismo. La fémina llevaba una capucha en la cabeza y las manos amarradas por las muñecas a la espalda. Se retorcía de un modo tan furioso que dificultaba el trabajo del doctore, cuyo objetivo era, evidentemente, llevarla hasta el mismísimo centro de la arena. Y hasta llegué a pensar que en cualquier momento la infeliz se soltaría, así de violentos eran sus gestos.

Deduje que se trataría de una condenada a muerte, pero, en ese caso, ¿para qué la capucha? Ya había presenciado suficientes ejecuciones como para saber que aquello era altamente desacostumbrado. Al parecer, no era yo el único intrigado, pues el silencio que cayó como manto sobre los espectadores era señal inequívoca de que todos se preguntaban qué pasaba.

Al llegar al centro de la arena, el doctore se detuvo y miró hacia el podium. El magistrado que presidía los juegos, quien también acompañaba al César, se puso en pie y alzó su voz sobre la muchedumbre atenta:

—Traída desde los confines de África, una guerrera incansable, una criatura sedienta de carne y sangre, un animal que no conoce el miedo ni el dolor, un monstruo que abraza la muerte como único consuelo para su enfermedad. ¿Quién será el gladiator cuya gladius ponga fin al martirio de esta infeliz? Quien lo consiga, si es esclavo, obtendrá su libertad. Si lo que persigue es dinero para pagar sus deudas, obtendrá una buena bolsa, lo suficientemente pesada como para calmar a los acreedores y vivir en paz el resto de su vida. Así, pues, ¡qué comience el combate!

Una vez más, sonaron los cuernos. El doctore se apresuró a cortar las amarras y, siempre desde atrás, donde los brazos de la desdichada no pudieran alcanzarlo (y tampoco los dientes, pero de eso me di cuenta mucho más tarde), le destapó la cabeza. Por un instante los débiles rayos del Sol hirieron los ojos de la prisionera. Para que el resplandor del astro causara tal efecto en ella, justo cuando ya había comenzado su descenso hacia el horizonte, me permitió deducir que llevaba buena cantidad de horas con los ojos vendados. Sin dar margen a error, el doctore echó a correr hacia una de las compuertas más cercanas y desapareció. Entonces, me concentré en la africana.

A pesar de la distancia, pude notar que era en extremo joven, casi una infante. Sus senos eran redondos y firmes. Su vientre plano, indicador de que aún no había sido bendecida con la maternidad. Sus manos parecían engarrotadas, pues llevaba los dedos crispados como garfios o garras. No sudaba, y posiblemente fuera el único ser vivo en toda Roma que no lo hiciera, y eso también me resultó extraño. Al mirar su rostro, me espanté. No había vida en sus ojos. Tenía la boca abierta en un rictus diabólico y una baba negra, semejante a la brea, brotaba de ella. Producía unos extraños gruñidos, algo que no había escuchado ni siquiera en animales con rabia. Sentí un escalofrío y, sin dudas, algo semejante debía estar ocurriendo a mi alrededor, pues nadie profería ni el menor de los suspiros.

Fue entonces cuando lo vi salir: un samnita se precipitó hacia el terreno. Supe que era uno de ellos por su atuendo: un gran escudo oblongo, casco con visera, cresta y cimera de plumas, una ocrea en la pierna izquierda, un brazal de cuero en el hombro del brazo derecho y una espada corta. El gladiador lucía confiado, saludó al público y al César, que correspondió con una leve inclinación de cabeza, y corrió hacia la negra, quien todavía no lo había visto, extasiada como estaba mirando y gruñendo hacia la multitud. Pensé que quizás aquello se tratase de una representación de alguna batalla ya pasada, como solía hacerse de vez en cuando en el anfiteatro, puesto que no le veía gracia a un gladiador experto enfrentándose a una mujer desnuda y desarmada. Pero ese fue el momento en que ella giró la cabeza y lo vio venir.

Juro por los dioses y por la divinidad de todos los césares que, en aquel momento, y aún hoy en que ya soy un anciano a las puertas del más allá, nunca había visto a un ser humano reaccionar de un modo tan inusual como hizo aquella criatura. Supongo que fue el oído lo que la hizo percatarse de que alguien se acercaba a toda carrera. La cuestión es que giró la cabeza y luego el resto del cuerpo, de un modo tal que me trajo a la mente los rígidos movimientos de la cobra cuando está a punto de atacar; dio una suerte de graznido, semejante al de los cuervos pero mucho más largo y penetrante, y se lanzó en una desenfrenada carrera hacia el samnita. Todo en un solo movimiento, sin cálculo, sin vacilación, sin miedo.

La multitud se puso en pie al unísono y lanzó un grito eufórico, yo entre ellos. Qué locura ver a dos criaturas tan diferentes, corriendo la una hacia la otra como si en ello les fuera la vida. Lógico que todos creyéramos que la negra tenía las de perder, pero el hecho de que no mostrara el menor signo de temor la alzaba a la misma altura del mejor gladiador jamás concebido. Entonces, el samnita levantó su espada, dio un salto en el aire y la clavó en el pecho de la africana, atravesándola de lado a lado, justo en el corazón, y haciendo que del público escapase una exclamación de asombro. Sólo que ella también había saltado y lo hizo con tanta fuerza, con tanta destreza, que se llevó de por medio al samnita, lo derribó hacia atrás, boca arriba, y cayó sobre él.

Para sorpresa de los presentes, ni un quejido de dolor surgió de la boca de la negra. Ni un gesto de dolor tampoco. Como si en vez de una espada la hubiese atravesado un golpe de viento. Fue extraño, muy extraño, incluso para el gladiator, que esperaba un resultado diferente de aquel ataque. Y se hizo el silencio. Nadie, absolutamente nadie, entendió lo que acababa de presenciar.

Ya en el suelo, la negra intentó asirle la cabeza y morderlo. Había furia y desespero en sus intenciones. Si no fuese por el casco, sin dudas le habría resultado fácil agarrarlo del pelo y llevárselo a la boca. Afortunadamente, el escudo le protegía el pecho, pero le dejaba al descubierto el cuello, que era el lugar donde ella pretendía clavar sus dientes. Tiraba una dentellada tras otra, acompañada de un sonido gutural, cuando en verdad debería estar agonizando sumida en un tremendo dolor o, lo que sería más lógico, muerta. La punta de la espada, que brotaba de la espalda de la mujer como si fuesen partes de un mismo objeto, refulgió.

Creo que el samnita no sabía a lo que se enfrentaba. Si acaso, creo que tomó conciencia en ese instante, mientras pugnaba por zafarse, inútilmente. Forcejeaba con frenesí, rehuyendo las mordidas, sujetándola por los hombros con su mano libre, mientras la otra seguía aferrada a la empuñadura de la espada. Fue justo en el momento en que la negra clavaba los dientes en la hombrera de cuero del gladiador, cuando éste, en un último esfuerzo por apartarla, lo consiguió. De una patada la hizo a un lado, retiró su espada y se puso en pie. El escudo cayó al suelo. Nosotros, el público, sin empezar a entender muy bien qué pasaba, respiramos aliviados. Pero la mujer, en cuatro patas, en una postura que recordaba a los arácnidos, lo miró desafiante, gruñó de un modo amenazador y arremetió otra vez contra él.

Pienso que, para ese minuto, ya el samnita conocía el miedo. De nada valieron los años y años de entrenamiento en el ludus. De nada sirvieron las incontables victorias que, de seguro, cargaba sobre sus hombros. Lo vimos retroceder, y creo que todos imaginamos su rostro, debajo de aquella visera, cubierto por el espanto. Y es que ver aquella suerte de brea brotar de la boca de la negra y, ahora, de su entrepecho, resultaba algo verdaderamente espantoso. Sin embargo, se impuso el adiestramiento. El gladiador logró esquivar a su agresora y, en un mismo movimiento, dio una estocada letal. El aullido de la plebe se alzó como una ola y dejó sumergido al Colosseum.

No sé en qué momento el favor del público pasó de la negra desarmada al luchador asustado, pero fue así. Supongo que está en la naturaleza humana apoyar lo que nos es natural y darle la espalda a lo que nos resulta desconocido o misterioso. La espada se hundió entre las costillas y se quedó trabada allí. Cuando el gladiator quiso retirarla, se le escapó de las manos. No esperaba eso, fue evidente, y se quedó de pie en el lugar, atónito, sin saber qué hacer. Error. Como mínimo, debió salir huyendo. Pero no, se quedó allí el tiempo suficiente para que la negra, que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía la espada encajada en su costado, saltara otra vez sobre él. El samnita interpuso un antebrazo entre él y aquella bestia del inframundo, y ella, aferrándoselo con ambas manos, lo mordió. Un grito de horror escapó de la boca del luchador y rebotó entre las paredes del Colosseum. Y volvió a hacerse el silencio en las gradas.

En cuanto hubo clavado los dientes en la carne del gladiador y éste hubo gritado, la negra lo soltó. Pareció perder todo interés en él. Simplemente, lo olvidó. Le dio la espalda y se enfocó en la multitud estupefacta. Ahora éramos nosotros su objetivo. Todos contuvimos el aliento y retrocedimos, instintivamente. Era incuestionable que buscaba un lugar por donde escalar para alcanzarnos. El César se puso de pie, estremecido, a pesar de la red que lo protegía. El gladiador, mientras tanto, gritaba y lloraba como un niño pequeño al que han azotado como castigo, sin apartar los ojos de su herida. Se quitó el casco, vomitó un líquido negruzco, y se desplomó hacia atrás, atacado por espasmos que no podía controlar. Se convulsionó un par de veces antes de quedar inmóvil, los ojos entreabiertos y la mirada vacía, sin luz. No podíamos creer que dos golpes de espada no fuesen suficientes para derrotar a aquella criatura africana, mientras que una mordida, brutal, eso sí, acabara con la vida de un ágil gladiador.

Si quedaba alguna duda, ya no. Algo no andaba bien en aquel combate. ¿De dónde habían sacado a aquella negra? ¿Qué fuerza sobrenatural la animaba? ¿Cuántos hombres se necesitaron para capturarla y mantenerla cautiva? ¿Cuántos más harían falta ahora para volverla a contener?

En eso pensaba cuando, con el rabillo del ojo, noté un movimiento allí donde no debía haberlo. Un espasmo sacudió el brazo desfigurado del samnita y luego otro espasmo se apoderó del brazo contrario. Creíamos que estaba muerto, pero al parecer no. Se levantó, tambaleante, como ebrio, y vomitó una mancha de brea negra tan espesa que parecía un coágulo. Daba la impresión de haberse olvidado de su herida, pues ya no se quejaba ni le prestaba atención. Ignoró, además, su arma y su escudo, como si ya no las necesitara o como si hubiese borrado de su mente para qué se usaban. Cuando alzó los ojos hacia la multitud, percibí un detalle que me dejó helado: no había vida en sus ojos. Y, para rematar, graznó como una bestia famélica que ha nacido al mundo. Aquel largo chillido penetrante nos heló la sangre. Jamás había escuchado nada semejante. Jamás he vuelto a escuchar algo así. Su rostro había adquirido un semblante demoníaco. Entonces comprendí que, ahora, en vez de dos criaturas diferentes entre sí, teníamos dos criaturas parecidas: monstruos que no conocían ni el miedo ni el dolor, si acaso sólo la necesidad de atacar. Se ignoraban ambas sin quitar la vista del público atónito. Y por un breve instante tuve la impresión de que hasta los más mínimos movimientos eran coordinados.

De repente, se abrió una trampilla en el suelo y dos mirmillones aparecieron en escena. Típico en ellos, vestían con casco de bordes amplios y alta cresta, lo que les daba aspecto de pez. Usaban una túnica corta, cinturón ancho, armadura en la pierna izquierda y en el brazo derecho, además del clásico escudo rectangular curvado, propio de los legionarios. Su arma, corta y recta, era la gladius, de donde los gladiadores tomaban su nombre. Aunque en ocasiones luchaban con armadura completa, volviéndose guerreros formidables, era claro que no era eso lo que se quería en este momento. Se precisaba que tuviesen porciones vulnerables, como parte del espectáculo. En cuanto la trampilla se cerró, tanto la negra como el samnita recién transformado se voltearon hacia ellos, al unísono. Corearon uno de aquellos graznidos espeluznantes y atacaron. Recuerdo que en ese entonces pensé que los graznidos funcionaban como una suerte de voz de ataque, es decir, un modo de comunicarse.

Si una criatura era de por sí un hecho insólito, verlas atacar con la precisión de un equipo resultó fascinante. Los mirmillones blandieron sus armas y aguardaron a que sus contrincantes se aproximaran. Faltaban apenas tres metros de distancia cuando, al unísono, repito, saltaron sobre los mirmillones. Pero éstos estaban preparados. Uno de ellos golpeó con su escudo a la negra en el rostro, tan fuerte que la hizo salir despedida hacia atrás, con la nariz desbaratada. El otro se apartó justo a tiempo para evitar la arremetida del samnita, no sin antes lanzar una estocada. La pierna del samnita quedó herida de un tajo profundo, destruyéndosele los músculos del muslo y haciéndolo caer aparatosamente.

En ese instante la negra ya estaba otra vez de pie, como si nada, y volvió al ataque. El mirmillon que combatía contra ella se veía preciso en sus golpes y esta vez le rajó el vientre sin compasión. Una exclamación de asco se dejó escuchar en las gradas, al tiempo que las tripas de la negra caían sobre la arena, se cubrían de polvo y arena, y se le enredaban en los pies, llevándola a caer de rodillas. En vez de sangre, seguía brotando aquella espesa brea de sus heridas. Pensé que ahora sí la africana caería sin vida pero, en vez de eso, como estaba de hinojos, se aferró a la pierna del mirmillon e intentó morderlo. Pero se trataba de la pierna izquierda, protegida por la armadura.

El samnita, que no podía alzarse por su pierna herida, levantó los brazos queriendo atrapar al segundo mirmillon. Éste pareció dudar entre ir a ayudar a su compañero o encargarse de su propio contrincante. Se decidió pero, antes, de un golpe certero, le arrancó un brazo al samnita a la altura del hombro. Creo que pensó que esto lo pondría fuera de combate, pues le dio la espalda y, de una patada en la cara que le reventó los labios, apartó a la negra de la pierna de su compañero, sin darse cuenta de que el samnita, arrastrándose a una velocidad increíble para una criatura con una pierna herida y un brazo faltante, se le acercó por detrás y atinó a darle un tremendo bocado a su tobillo.

¡Qué grito tan horrible se escuchó entonces! El mirmillon dejó caer su espada y su escudo. Dio unos pequeños saltos en un solo pie y se llevó las manos a la herida. Al hacerlo, perdió el equilibrio y cayó sentado, en medio del samnita y de la africana, provocando un grito de espanto en las gradas. Sin embargo, ambos monstruos lo ignoraron, como si ya no estuviera allí. En cambio, se arrastraron rumbo al mirmillon que aún permanecía sano. Éste interpuso su escudo, esgrimió la espada y retrocedió varios pasos, sin quitar los ojos de su compañero, que cayó de espaldas, se retorció entre gritos y llantos, y murió.

Para mí el tiempo ha sido una constante, un motivo de preocupación, y ya me había parecido demasiado pronto el tiempo que le tomó al samnita convertirse en un ser demoníaco luego de la mordida de la negra. Así que, sin tener casi conciencia de lo que estaba haciendo y sin dejar de observar el cadáver del gladiador, comencé a contar para mis adentros: Uno, dos, tres, cuatro… La negra consiguió ponerse en pie y se abalanzó sobre su presa, pero el mirmillon, de un tirón, le atravesó la garganta. Ocho, nueve, diez… Con los brazos estirados, la negra continuaba intentando atrapar al gladiador. Doce, trece… Entonces, un leve estremecimiento en el mirmillon caído. Unos cuantos espasmos antes de que, poco a poco, trastabillando, consiguiera ponerse en pie. Apenas lo hizo, alzó la cabeza al cielo y lanzó uno de aquellos terribles graznidos. Se volteó hacia su compañero y saltó sobre él. El mirmillon sano todavía no había sacado la espada de la garganta de la africana cuando el samnita, reptando con la boca lista para morder, se le aferró a una pierna, y el otro mirmillon, que hasta hacía sólo unos segundos había combatido a su lado codo con codo, cayó sobre él y, de un mordisco, le arrancó un trozo de cuello.

Sé que es imposible, lo sé, pero juro que en aquel momento escuché el sonido de los dientes atravesando la piel hasta la yugular y luego el violento brotar de la sangre en todas direcciones. El agredido debió enfurecerse mucho pues, yéndose hacia atrás en una caída torpe e irremisible, agarró a su ex compañero y lo obligó a caer con él. Mientras gritaba de dolor, lo golpeaba en el rostro con el puño, desbaratándole la fisonomía, pero sin que el otro hiciera absolutamente nada para defenderse o para apartarlo. La sangre seguía brotando del cuello con una fuerza increíble y, ante mis ojos, pude ver cómo se tornaba de roja en negra, de líquida en espesa, de natural en antinatural. Debilitado y adolorido, invadido por espasmos incontrolables, el mirmillon se recostó en la arena y murió. Y trece segundos más tarde, volvió a la vida.

Para ese entonces ya nadie disfrutaba de aquel espectáculo. Hasta el César, en el podium, parecía molesto por aquel combate que no lograba entender. Pero nadie se iba. Todos queríamos saber cómo iba a terminar aquello. Quién sería capaz de poner fin a semejante pesadilla. Lo que había comenzado con un monstruo, ahora seguía con cuatro.

Mientras el resucitado lanzaba su graznido al viento y era contestado por los otros tres, me pregunté qué pasaría si aquellas criaturas lograban escapar del Colosseum. Sin dudas, su enfermedad, o lo que fuera que los hacía revivir, se expandiría rápidamente por las calles hasta consumir en unas pocas horas a toda Roma. Supongo que no era el único con esa preocupación pues, a mi derecha, como si me hubiesen leído el pensamiento, alguien gritó: “¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!” Y, para mi asombro, un coro que fue creciendo cada vez, se repitió: “¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!” Creo que yo era el único que no gritaba. Estaba demasiado asustado para hacerlo.

De repente, se abrió una compuerta y tres nuevos gladiadores saltaron a la arena. Tengo la impresión de que éstos debieron haber estado mirando lo que sucedía en el terreno, pues se veían nerviosos, temerosos. No había un ápice de valentía en ellos. Se trataba de dos reciarios y un secutor. Normalmente, los reciarios y los secutores luchaban entre ellos, pero alguien debió suponer que sería un buen espectáculo verlos combatir juntos contra un mal común. El secutor era hombre de formidable estatura y de aún mayor musculatura. Iba armado con escudo y espada, muy semejante a la de los mirmillones. Sólo se diferenciaban por el casco que, en este caso, era totalmente liso y con pequeños agujeros para los ojos.

Los reciarios, en cambio, vestían una túnica corta, el brazo izquierdo cubierto por una manga de malla y la cabeza descubierta. Uno de ellos llevaba por arma una red y un tridente, al que llamábamos fuscina, mientras que el otro también portaba una red y un puñal. Pensaban pelear en equipo, qué duda cabe, pues sólo un demente se atrevería a meterse en la arena armado sólo por un puñal. Ni siquiera tuvieron tiempo de trazar una estrategia. La negra y los mirmillones, en una carrera demencial y en extremo veloz, y el samnita arrastrándose, no por ello con menos lentitud, dejando tras sí un rastro oscuro y espeso, atacaron. Había que ver cómo la negra corría trastabillando con sus vísceras, pero procurando no ser la última en llegar al festín.

Confieso que me encontraba tan aturdido y asustado que ni siquiera noté cuando encendieron las antorchas para iluminar el anfiteatro. O quizás fue porque nadie se había molestado en retirar el velario: la cubierta de lino que se accionaba mediante poleas. Toda mi atención recaía en los reciarios y el secutor. O mejor dicho, en el miedo que los embargaba. Sin darme cuenta, había contenido la respiración y me estaba ahogando. Sólo inhalé una fuerte bocanada de aire cuando uno de los reciarios, anticipándose al salto, lanzó la red y atrapó en ella a la africana. Casi cayó al suelo, pero no tuvo tiempo. El otro reciario la ensartó con su fuscina y, gritando como un loco, la empujó hasta la pared más cercana y la clavó a ella. La negra graznaba y agitaba los brazos a través de la red, quizás sin comprender que ya había perdido la pelea. El mismo reciario que la capturó en la malla, le clavó el puñal en un ojo y ésta dejó de moverse. Estaba muerta. Muerta, al fin. Conté hasta trece, con el secreto temor de verla volver a la vida nuevamente, pero no, se quedó tiesa como si el aliento que hasta ese instante la animaba jamás hubiese existido.

Grité, eufórico. ¡Eso era trabajar en equipo! Aquella pequeña victoria podía ser el principio del fin. Significaba algo tan sencillo como el restablecimiento del orden natural de las cosas. Y entonces comprendí. La cabeza era el punto débil de aquellos monstruos. No el corazón, sino la cabeza. ¡Había que cortarles la cabeza!

Supongo que los reciarios no tuvieron tiempo de llegar a esa conclusión. Ni siquiera habían extraído el tridente y el puñal de la víctima, cuando los mirmillones saltaron sobre ellos con agilidad de trapecistas. Se les subieron a la espalda y lanzaban dentelladas como perros rabiosos, todas fallidas, pero sólo por el momento. Los reciarios intentaban sacudírselos, de manera inútil y torpe. Incluso, dejaron caer la única red disponible que tenían, para así poder usar las dos manos.

Mientras tanto, el secutor, a la vez que retrocedía acobardado, clavaba su espada en diferentes partes del torso del samnita sin lograr siquiera hacerlo detener en su arrastre. El samnita graznaba como pidiendo ayuda de los mirmillones, y seguía avanzando, el rostro cubierto de brea y polvo, dándole un aspecto terrible que jamás podré olvidar. Su único brazo estirado intentando agarrar al secutor, sin que éste dejara de aguijonearlo tímidamente. Entonces, grité:

—¡Córtale la cabeza! ¡La cabeza! ¡¡Córtale la cabeza!!

En el fondo, creí que no me escucharía. De hecho, no me escuchó. Pero la plebe que me rodeaba inició un coro que se extendió por todo el Colosseum.

—¡¡La cabeza!! ¡¡La cabeza!!

El secutor miró hacia el público y, luego de pensarlo un par de segundos, le cortó la cabeza al samnita. Necesitó tres golpes para hacerlo pero, finalmente, lo consiguió.

El samnita dejó de arrastrarse. Se quedó inmóvil, supurando brea oscura del hombro, del cuello y de la pierna. Ya no podía perseguir a nadie. ¡Pero la cabeza seguía lanzando dentelladas! Aquello fue demasiado para todos. Escuché gritos de terror entre el público. Comencé a ver a un grupo de mujeres que se levantaban de sus asientos para irse. Algunos ricos hicieron lo mismo. Yo no podía creer lo que veía. Lo que había dado resultado con la negra, fallaba ahora con el samnita. O quizás, simplemente, la cabeza no era el punto débil de aquellos monstruos. No lo entendía. ¿Qué estaba mal? ¿Qué había fallado? El secutor, mucho más horrorizado que cualquiera de los espectadores, soltó su espada y corrió hacia las compuertas, pidiendo a gritos que lo dejaran entrar, que lo sacaran de allí, que no quería convertirse en “uno de ellos”. Pero nadie le abrió.

Cuando miré hacia los reciarios, supe que todo estaba perdido. Ambos estaban tendidos en la arena, retorciéndose de dolor, a las puertas de la muerte. O de la no vida. Habían sido mordidos, pero sus movimientos eran tan convulsos que no podía distinguir dónde. Poco a poco dejaron de moverse y, cuando finalmente lo hicieron, supe que sólo trece segundos bastaban para lo peor.

Me levanté. Era suficiente para mí. Me temblaban las piernas y sudaba, nervioso. Tenía un nudo en la boca del estómago y sólo pensaba en alejarme de allí de inmediato. Volví a preguntarme qué pasaría si una de esas criaturas lograba salir a las calles de Roma. Cuando alcancé a dar un par de pasos hacia la salida, escuché la voz atronadora del César y me detuve.

—¡¡Detengan este espectáculo!! ¡¡Ya fue suficiente!! ¡¡Acaben con esto ya!!

Y justo en ese instante, los reciarios se pusieron de pie. Los mirmillones y los reciarios echaron a correr hacia el secutor, entre graznidos de guerra, escupitajos de brea y los dedos engarfiados. El gladiador lloraba y rogaba que lo sacaran de allí ya y, cuando la compuerta se abrió, en vez de él salir, entró una tropa de gladiadores conformada por laquearii, hoplomachus, andabatae, dimachaerus y provocatores. En total, alrededor de veinte.

Pude distinguirlos con facilidad. Los laquearii no eran comunes todavía en aquellos tiempos, aunque había escuchado rumores sobre ellos en un par de ocasiones, e iban escasamente armados. Usaban, eso sí, un lazo, una técnica semejante a la de los reciarios con su red. Los hoplomachus llevaban, en cambio, una armadura completa y casco con visera. Portaban lanzas y escudos circulares. Los dimachaerus, por su parte, usaban dos espadas y pensé que, de ser posible, serían los que más daño pudieran hacer en el enemigo. Los provocatores me sorprendieron, puesto que lo normal era que abrieran las tardes de espectáculos, usando para ello espada, escudo y casco con dos viseras, pero sin alas para evitar ser enganchados por las redes de los reciarios. Sin embargo, los andabatae sólo combatían porque eran forzados a ello y, ante semejante situación, no creo que se sintieran motivados a hacerlo en lo más mínimo.

Dos mirmillones y dos reciarios contra veinte gladiadores más. ¿Qué posibilidad existía de que los monstruos ganaran? Sin embargo, junto a los graznidos, comenzaron a escucharse gritos de dolor. Era un caos lo que se desarrollaba en la arena. Un caos de espadas, dientes, brea y sangre. Vi caer a dos o tres gladiadores, entre ellos al secutor, y mientras eran pisoteados por los que se mantenían en pie de lucha, divisé los estertores finales. De pronto, una figura escuálida (uno de los provocatores) escaló por sobre el resto y, de un formidable salto, cayó en las gradas.

Las gradas inferiores eran ocupadas por hombres ricos, los que, gritando como viejas histéricas, se lanzaron en desbandada hacia las salidas. Otros monstruos imitaron al primero y, al menos dos más, alcanzaron a caer sobre el público espantado. Como una ola, todos se pusieron de pie y echaron a correr. Logré ver a una de aquellas criaturas trepando como una araña por la red que protegía al César, al tiempo que éste era evacuado de allí por su guardia personal. Cuando comprendí que todo se había salido de control, atiné a echar a correr yo también, muriendo de miedo.

Sólo quien ha estado en medio de una estampida de cincuenta mil espectadores sabe lo que es el horror verdadero. Cientos de manos me empujaban en todas direcciones. Las personas gritaban cosas ininteligibles. Vi gente caer y ser aplastada, muriendo en el acto. Los hombres apartaban a las mujeres con la intención de salir primeros. Miré por sobre el hombro y vi una enorme cantidad de soldados tomando la arena por asalto. Un viejo magistrado me agarró de la túnica y me haló hacia atrás, queriendo sobrepasarme. Proyecté mi codo contra su nariz y me soltó de inmediato, dando alaridos de dolor. Escuché graznidos viniendo de mi izquierda, luego de mi derecha y de detrás de mí, dándome la impresión de que se acercaban. Volví a mirar hacia atrás y vi una masa compacta de monstruos cubriendo como una enorme mancha de brea a los soldados en la arena. Afortunadamente, los vomitorios permitían salir a miles de espectadores a una velocidad increíble. Se dice que en apenas cinco minutos el Colosseum podía ser evacuado por completo. Pero, en medio de aquel caos, debió tomar más que eso. Mucho más que eso. De cualquier modo, llegué al exterior y seguí corriendo, procurando alejarme de allí todo lo posible.

Cuando me quedé sin aliento, me detuve. Podía escuchar gritos y graznidos provenientes de diferentes partes de la ciudad. Miré hacia atrás y vi al Colosseum ardiendo en llamas. Supuse que intentarían detener a los monstruos con fuego, pero el suelo era de madera y el velorio de lino ardía con facilidad. Llegué a casa y me encerré en ella. Prohibí que abrieran las puertas a nadie. Si el mismísimo César llamaba a mi portón, se quedaría en la calle. Llámenme traidor, si quieren. Toda la noche la pasé despierto, escuchando gritos y graznidos en la distancia. Hasta que lentamente toda señal de vida fue mermando. Al amanecer, me aventuré a salir. Olía a humo. Todo el aire estaba impregnado de un aroma putrefacto. Había poca gente en las calles. La mayoría no estuvieron presentes en el Colosseum la noche anterior, por lo que ignoraban qué había pasado. A pesar de todo, podía sentirse la tranquilidad que emana después del paso de una tormenta.

Demoró años en reconstruirse el Colosseum. Incluso, para cuando se terminó, era una versión mejor de sí mismo. Se regó el rumor, ya hoy aceptado, de que aquel gran incendio fue causado por una tormenta eléctrica que destruyó el suelo de madera en el interior del anfiteatro. Todos querían olvidar. Y olvidaron. Pero yo no puedo. Y estando tan cerca ya de la muerte, creo que no lo conseguiré.

   ¿Cómo podría?