Las colinas más allá del pueblo eran largas y oscuras.
Como en el pueblo no había árboles ni sombra se mandaba un calor bárbaro, a
pesar de que había estado lloviendo durante casi toda la madrugada. Aunque el
bar tenía baño, los borrachos salían y meaban a un costado no muy lejos de la
carretera, y cuando el sol calentaba mucho y el viento soplaba con un tilín de
fuerza, se colaba por la puerta abierta un tufo violento. Una cortina hecha con
tapas de laticas de cerveza colgaba de la puerta del bar, para mantener afuera
las moscas y las guasazas. La rubia que estaba sentada conmigo ante una mesa a
la sombra, fuera del local, se inclinó seductora. Hacía sólo dos horas que nos
conocíamos. Yo iba de pasada rumbo a La Habana cuando la recogí en un entronque
y la invité a tomar cervezas.
― ¿Puedo echarme otra? —preguntó. Al inclinarse,
las tetas quedaron frente a mis ojos y también las pecas que le cubrían el
pecho.
―Hace calor. Toma lo que quieras —le dije.
― ¿Seguro? Mira que son a veinte y ya nos hemos
tomado dos cada uno.
―Dos cervezas —dije al gordo que atendía el lugar
y que se hallaba del otro lado de la cortina.
― ¿Mayabe o Cacique? —preguntó desde la puerta.
―Cacique. Que estén bien frías.
Desde hacía un rato la muchacha se había
quitado uno de los zapatos y me tocaba el rabo por debajo de la mesa. Yo lo
tenía duro y la dejaba hacer, y era agradable sentir su pie deslizándose por la
entrepierna como si nada.
El gordo trajo dos vasos plásticos nuevos,
porque los que habíamos estado usando hasta el momento ya estaban descojonados.
Puso primero los portavasos de cartón y las botellas de cerveza sobre la mesa.
Nos miró. La rubia tetona contemplaba las colinas en el horizonte. Yo también,
pero las mías eran blancas y tenían pecas por doquier.
―Parecen rinocerontes —dijo ella.
―O ballenas. O elefantes. Cualquier animal grande
y blanco —bebí de mi cerveza.
― ¿Elefantes blancos? ¿Eso existe?
―Nunca he visto alguno, pero eso dicen.
―Me gustaría subirme a ellas y quedarme a vivir
allí.
―Yo también podría ―dije―. Eso y mucho más.
Y sé que puede llegar a gustarte si lo intentas.
La muchacha miró la cortina de tapas de
laticas, tras de mí.
―Estás obsesionado con ese tema, ¿no te parece?
―Y tú estás predispuesta. ¿Cómo puedes decir que
no sin haber probado primero?
―He escuchado cada cuento… Por desgracia, soy de
ese tipo de personas que no pueden aguantar el dolor.
―Sí, yo también he escuchado historias parecidas,
y he vivido mucho también, y te digo que la mayoría no son más que eso: puras
historias, cuentos de camino, fantasías de viejas reprimidas y amargadas que
sufren viendo a los demás gozar.
― ¿Estás seguro?
―Estoy convencido y sé que no te va a doler. Voy a
hacerlo con tanto cuidado, que ni cuenta te darás cuando hayamos
terminado. ¿Quieres hacer la prueba?
―No sé. No sé. Nunca lo he hecho así. Me parece
que el dolor va a ser terrible.
―Podemos mojarlo un poquito antes, si quieres. A
lo mejor te gusta y repetimos. ¿Podemos repetir?
―No sé ―dijo la muchacha―. ¿Es bueno con agua?
―No es muy bueno, pero puede intentarse. Es mucho
mejor cuando se moja con saliva.
― ¿Con saliva?
―Sí, con saliva. Se disfruta más. Uno pasa la
lengua, la pasa y la pasa, y lo demás casi ni se siente.
―Eso dicen todos ―aseguró la muchacha―. Te marean
con la historia de que no te va a doler y una viene de boba, los deja hacer y
luego...
―Tal parece que ya lo has hecho antes.
―No es eso, es que todos los hombres son unos
malditos que sólo piensan en lo mismo.
―No te quejes. Tú fuiste quien me hizo señales en
la carretera.
―Yo sólo me estaba divirtiendo ―dijo la muchacha―.
Pero tú empezaste con lo de las cervezas, y de una cosa pasaste a otra.
―Bueno, probemos de una vez.
―Si algo sale mal, la culpa será sólo tuya. Que
conste que yo sólo quería tomarme unas cervezas, conocer a un buen tipo y
hablar sobre colinas que parecen elefantes blancos.
― ¿Por qué te importa tanto el color? ¿No
seguirían siendo colinas si fuesen negras?
―No, no es igual. Una blanca es fácil de escalar,
chiquita. Ya lo he hecho otras veces. Pero las colinas negras son grandes,
difíciles... Ninguna amiga mía ha podido subir una sin sentir que le tiemblan
las piernas.
―Supongo que tienes razón.
La muchacha volvió a mirar hacia las
colinas.
―Son hermosas —dije yo, con la vista clavada en
sus tetas―. En realidad no parecen elefantes blancos.
Sólo me refería al color de su piel a través
de la blusa.
― ¿Tomamos otra cerveza mientras lo pienso?
―Bueno.
El viento nos tiró encima toda la peste a
orine de los alrededores.
―Están frías y ya quedan pocas ―dijo el gordo del
local.
―Es adorable ―dijo la muchacha, no sé a qué
carajos se refería.
―En realidad es una operación terriblemente
sencilla ―dije―. En realidad no es exactamente una operación.
La muchacha miró por primera vez unos
matorrales varios metros más allá, pensativa.
―Sé que no te va a doler. No es nada. Lo he hecho
otras veces. Soy un profesional en la materia.
La muchacha no dijo nada.
―Lo he hecho tantas veces ya que puedo describirte
la operación paso a paso, con lujo de detalles. Después que pase, todo estará
bien. Además, hasta ahora nadie se ha quejado. Eso es un buen aval, ¿no crees?
―Y ¿qué haremos después?
―Lo que tú quieras. Venimos y nos tomamos otras
cervezas, si es que no se acaban antes. O te puedo llevar hasta tu casa, como
querías al principio. También puedo llevarte a vivir conmigo para La Habana.
Serías mi mujer.
― ¿De verdad me llevarías?
―Claro que sí. Pero antes quisiera probar. No me
gustaría llevarme a casa algo que no se puede usar como Dios manda.
La muchacha miró la cortina, estiró la mano
y tomó la mía que estaba sobre la mesa. Su piel contrastaba con la mía.
― ¿Y estaremos bien y seremos felices?
―Sé que lo seremos. No tienes que tener miedo. No
te pasará nada. Conozco cantidad de gente que lo hace y le gusta.
―Yo también ―dijo la muchacha―, después que lo
hicieron fueron muy felices.
―Bueno ―dije al ver que vacilaba―, si no quieres
no tienes por qué hacerlo. Pero sé que todo es muy fácil y rico.
―Y tú, ¿lo quieres realmente?
―Creo que no puedo vivir sin eso. Tengo que
hacerlo todos los días, todo el tiempo si es posible.
― ¿Y si lo hago serás feliz y me llevarás a vivir
contigo y me amarás?
―Ya te amo. Tú sabes que te quiero.
―Lo sé. Pero si lo hago y todo sale bien y digo
que me gusta, ¿me querrás más?
―Claro. Me gustas ahora y me gustarás mucho más
cuando por fin lo hagamos.
― ¿Si lo hago, me dirás que me quieres?
―Te quiero, mi nubecita.
Pensó un poco más. No paraba de vacilar.
― ¿Dijiste que eras escritor, no?
―Así es.
―Si estuvieras escribiendo esta historia... ya
sabes, si la protagonista fuera como yo y estuviera en mi situación, es decir,
en un lugar apartado, con un hombre desconocido, pero agradable... ¿qué haría?
―Tomaría la decisión y lo haría ―contesté sin
pensar―. Si no, no fuera la protagonista. ¿O sí?
Estaba borracha como una cuba. Sonrió.
―Entonces lo haré. Porque quiero hacerlo y porque
lo harás despacito para que no me duela.
― ¿Qué quieres decir?
―Que si lo haces despacito, suavecito, acordándote
del tamaño que tiene esa cosa tuya, no me importará que lo hagas.
―Bueno, pero también quiero que te guste a ti.
―Si a ti te gusta, a mí me va a gustar. Ya verás.
―Si no quieres, no lo hacemos.
La muchacha se puso de pie y se tambaleó un
poco. Se metió entre los matorrales, espantando de su cara las moscas y las
guasazas. La seguí. La hierba nos daba hasta el cuello y el fango estaba para
respetar. Cuando el bar quedaba como a doscientos metros y la carretera ni se
veía, la muchacha se detuvo. Se subió la saya y se bajó los blúmers. Mientras
lo hacía, con dificultad, decía:
―Y pudiéramos tener hijos, varios hijos, que se
parezcan lo mismo a mamá y a papá.
― ¿Qué dijiste?
―Que pudiéramos tener hijos.
―No, no podemos —dije.
Sus manos se detuvieron cuando se quitaba la
blusa.
― ¿Por qué no?
―Porque todavía no se ha inventado la manera de
que una mujer quede preñada por el culo. ¿O tú conoces alguna?
―Pero no tenemos que hacerlo solamente por el
culo. Podemos hacerlo por todas partes.
―No, no podemos. O el culo o nada.
―Pero...
―Nada. Y no vamos a discutir. Si no quieres, lo
dejamos todo aquí y yo sigo tranquilo para La Habana.
Dudó un instante. Hizo como que pensaba,
pero estaba tan borracha que no debió haber pensado mucho. Se encogió de
hombros y se inclinó, de espaldas a mí. Me saqué lo mío. Estaba duro como un
palo. La muchacha miró hacia atrás y cuando lo vio, cerró los ojos. Fuertemente.
―Por favor, que no me duela. Ustedes los negros
son todos unos exagerados ―dijo.
―Tranquila, mami. Yo no la quiero para matar a
nadie.
Me agaché, le abrí las nalgas y le pasé un
poco la lengua para humedecerle el huequito. Después, sin mucho protocolo,
porque los hombres somos todos unos hijueputas, se lo metí. A ella le brotaron
par de lagrimitas bobas. Apretó los dientes y el culo.
Cuando terminamos, fuimos y nos sentamos
otra vez en la mesa. Cuando el gordo del local nos vio, suspiró aliviado.
Quizás pensó que nos habíamos ido sin pagar. Nos quitamos un poco de guisazos
de la ropa y, mientras el gordo traía un par de cervezas más, la muchacha miró
hacia las colinas y se movió en el asiento, adolorida.
― ¿Quieres hacerme un favor, cariño?
―Claro ―contesté.
―Por favor, por favor, por favor, por
favor, por favor, por favor, por favor, la próxima vez
que me la metas, dame más lengua primero, ¿sí?
―De acuerdo.
―No quiero que vuelvas a hacerlo como si yo fuese
una puerca o una vaca. Soy una mujer y merezco un mínimo de consideración.
¿Está bien?
―Como quieras.
Miró las botellas agrupadas sobre la mesa.
También las moscas que no dejaban de joder.
― ¿Tenemos que pasar a recoger tus cosas a tu
casa o...?
―No tengo nada que recoger.
―Bien. Voy al baño y luego nos vamos.
Entré en el bar. Había pocos borrachos a esa
hora. El gordo se hurgaba la nariz en un rincón del local, mientras intentaba
escuchar un juego de béisbol en un equipo de radio del año de la corneta.
―Dime, ¿hay alguna puerta por donde pueda salir
sin que la gordita tetona que está conmigo me vea?
El gordo me miró con desconfianza.
―No irás a dejarla sin pagarme la cuenta, ¿verdad?
―Por supuesto que no. Sólo que acabamos de romper
y siempre las despedidas son difíciles.
El gordo no creyó ni media palabra.
―No puedo creer que esto le esté pasando de nuevo
―comentó. Parecía sinceramente afectado.
― ¿Por qué lo dices?
―No es la primera vez que un negro de mierda viene
aquí y me deja a esa chica rodeada de botellas vacías y sin un medio en el
bolsillo.
―Siempre queda la opción de ponerla a fregar
platos ―dije.
―Aquí no se sirve comida ―aclaró el gordo.
― ¡Ah! ¿Y cómo termina la historia? ―pregunté con
verdadera curiosidad.
El gordo sonrió con sus dientes amarillos.
Era evidente que algún recuerdo agradable andaba rondando su memoria.
Respondió:
― ¿Qué puedo decir? La muy cabrona tiene las
mejores tetas de todo el pueblo, ¿verdad?
Asentí. Sin
decir nada más, me indicó una puerta a sus espaldas, adornada también con
otra cortina. Salí del lugar y me subí al carro como Juan que se mata. Antes de
arrancar el motor, miré por la ventanilla y vi a la muchacha, de perfil,
todavía sentada en la mesa. Seguía contemplando las colinas que bordeaban el
horizonte.
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