Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Un par de rabos caídos




Teníamos la dirección anotada en un papelito arrugado. Éramos viejos conocidos del municipio y sabíamos de memoria todos los recovecos de la localidad. En menos de media hora nos encontrábamos en González Rubiera y examinábamos los números de las casas intentando hallar el 69.
   Descubrimos que no era exactamente una casa. Se trataba de un cuartucho de madera con casi diez personas viviendo dentro. Preguntamos por Reglita, pero un niño sucio y mocoso dijo que no estaba en ese momento. Lorenzo se negó a dejar recado; prometimos volver un rato más tarde, así que cruzamos a la acera de enfrente, buscamos un rincón oscuro y nos quedamos ahí, agazapados, esperando pa’ ver si aparecía.
   No esperamos mucho. Vimos a una muchacha entrar en el cuartucho. Otro niño, menos sucio y menos mocoso, la llamó por su nombre. Cruzamos la calle. Al preguntar por Reglita, ella misma salió. Preguntó qué queríamos. Lorenzo dijo que queríamos hablarle de negocios. Sonriente, indicó que la esperásemos en la esquina, bajo el farol.
   Minutos después, apareció. Traía puesta una enguatada y una sayita transparente. Era tan flaca que pensé que cualquier vientecillo sería capaz de arrastrarla calle abajo. Nosotros la estudiamos y llegamos a la conclusión de que tenía tremendo swing y que seguro sería muy buen palo. Las flacas casi siempre resultaban ser muy buen palo. Parecía tener veintisiete, veintiocho o veintinueve años. No más. Por sobre la enguatada se marcaban unos senos pequeñitos, paraditos. Además, se notaba que su culo estaba levantado y redondo, lo que provocó imagináramos unas cuantas cochinadas. Tenía los ojos negros, el pelo negro hasta media espalda y no sé por qué pero, cuando sonrió queriendo seducirnos y dejó al descubierto los dientes manchados de cigarro, pensé que debía tener unos pulmones negros también.
  —¿Cómo dieron conmigo? —preguntó.
  —Cachimba nos dio tu dirección —le respondió el Loren. Le mostró el papelito con la dirección.
   Reglita quiso distinguir la letra bajo la luz amarillenta del farol, pero cerró tanto los ojos intentando afinar la puntería que dudo haya conseguido leer algo.
  —¿Quién es Cachimba?
  —El tipo más feo de toda La Habana —fue lo primero que dije aquella noche.
   Decir que Cachimba era feo no es completamente cierto. La palabra feo no es capaz de describir toda la fealdad que lo acompañaba.
  —¿Uno rubio, sin dientes, más o menos de este tamaño? —quiso saber ella.
   Asentí. En el fondo me pregunté cuántos tipos feos habría conocido a lo largo de toda su carrera.
  —Ya. ¿Les habló del precio?
  —Cincuenta pesos. Cada uno —explicó el Loren.
   Reglita no se estaba quieta en el lugar. Se balanceaba de un lado a otro, como un elefante, y también recuerdo que, de cuando en cuando, nos miraba de arriba abajo, se saboreaba y sonreía con sus enormes dientes manchados de nicotina.
  —¿Tienen el dinero?
  —Oye —dije—. ¿Vas a seguir interrogándonos o nos vamos a templar de una vez?
   Su sonrisa desapareció. Pero fue sólo unos segundos. Volvió a sonreír con total normalidad.
  —Espérenme aquí.
   La vimos coger calle abajo, en contra del aire. Llevaba el paso lento. Regresó a los cinco minutos. Traía el paso más rápido. Pensé que sería a causa del viento.
  —Vengan.
   La seguimos. Un par de veces volteó la cabeza pa’ mirarnos. Mientras caminaba, se meneaba putísimamente, haciéndonos pensar que sería un magnífico palo.
   Una cuadra más allá, nos detuvimos frente a una casa de mampostería pintada con lechada. Reglita tocó en la puerta. Salió un tipo blanco en canas, de unos cincuenta años. Al vernos sonrió con picardía. Nos invitó a pasar. Me senté en un butacón que tenía la madera casi podrida. Lorenzo se sentó en un taburete de mejores condiciones. Estábamos en una suerte de cuarto—cocina—baño—comedor que olía a humedad, a orine y a vaya usted a saber cuántas cosas más. El tipo, maricón hasta la pared de enfrente, revoloteaba por la habitación intentando ordenarla un poco. Lo intentó en serio, pero no consiguió nada. Luego, se volteó hacia Reglita y preguntó:
  —Chiquita, ¿a qué hora regreso?
  —Dame una hora o una hora y media, más o menos —le respondió la muchacha.
   El maricón se paró en la puerta. Antes de salir, se despidió:
  —Bye—bye.
   Reglita dio dos o tres vueltas haciendo como que buscaba algo. Entonces se detuvo frente a nosotros.
  —Bueno, ¿cuál va a ser el primero?
   El Loren levantó la mano, como cuando estudiábamos en la primaria y se esforzaba por ser un niño aplicado.
  —Yo esperaré afuera —dije.
   Salí. Me paré en la acera de enfrente. Sentí deseos de fumar. Registré los  bolsillos del pantalón hasta que recordé que no fumaba, que nunca lo había hecho y que sería poco probable que encontrase ni siquiera una colilla en ellos. El reloj marcaba las ocho y cuarto. De una casa cercana me llegaban las voces de los locutores del noticiero de televisión. Mientras esperaba mi turno pa’ templarme a una puta, un grupo de agricultores sobrecumplía la recogida de papas en Batabanó. Estuve parado ahí cosa de cinco minutos. Sobre las y veinte decidí ir a sentarme al parque que quedaba a unas cuadras más abajo, por lo menos hasta las nueve en punto. Eché a caminar. Sólo unos pasos. Me detuve cuando escuché un chiflido conocido.
   Lorenzo salió de la casa. Yo me quedé estupefacto. ¡¡Cinco minutos!! Si no era un récord, sin dudas era un buen average. Se me acercó con la cara alargada. Me hizo la señal de la cruz.
  —Toda tuya —dijo.
   Miré hacia la puerta de la casa. Reglita estaba asomada a ella y me hacía señas de que fuera.
  —¿Qué pasó? —le pregunté entre dientes a Lorenzo.
  —Que lo disfrutes —dijo.
   Se quedó parado en la acera y yo crucé. Entré en la casa. Reglita estaba vestida y arreglada, como si no se hubiese quitado la ropa. La cama estaba sin destender, como si tampoco hubiese sido usada. Aquello me dio mala espina, pero ya estaba ahí y no podía escapar.
   Reglita me tomó de un brazo. Con delicadeza me sentó en el borde de la cama. Me besó. Tenía un fuerte olor y sabor a cigarro.
  —Oye —dije—. ¿El sabor a cigarro viene incluido en el precio?
  —¿Te molesta?
  —¿Qué crees? 
   Se levantó. Se cepilló los dientes. De dónde sacó el cepillo dental, no lo sé. Cuando regresó y me besó, seguía oliendo a cigarro, pero el sabor era menos fuerte. Me metió la lengua en la boca. Sentí el comienzo de una erección.
  —Voy a hacerte gozar —le aseguré.
  —Eso está muy bien, precioso. Pero antes, págame.
   La erección desapareció. ¿Cómo se le ocurría hablar de dinero en momentos como ése? Saqué la billetera y le di los cien pesos acordados. Ella sonrió, pero la luz amarillenta de la habitación era tan pobre que no noté la mancha de sus dientes, lo cual estaba muy bien. Guardó el dinero. Volvió a meter su lengua en mi boca. Era una lengua juguetona, caliente, que sabía lo que hacía. Le agarré una teta. Otra vez, la erección.
  —¿Por qué hacen esto? —preguntó.
  —¿Qué cosa?
  —Esto de venir y pagar por algo que pudieran tener gratis. Ninguno de los dos es feo.
  —Queremos saber.
  —¿Saber qué?
  —Lo que se siente. Ya sabes, pagarle a una puta pa’ acostarse con ella.
  —No me gusta como dices puta.
  —No conozco otra forma de decir puta.
  —¿Qué edad tienen?
  —Dieciocho.
  —Son dos niños.
  —Somos unos templones.
  —Sí, claro.
  —Por cierto —dije—. ¿Cómo se comportó mi amigo?
  —Prefiero no hablar de eso. ¿Quieres que me desnude ya?
   Asentí. Se levantó. Yo me amasé el miembro pa’ endurecerlo más. Con lentitud, libidinosamente, ella se quitó la ropa. Lucía muy bien en blúmer y ajustadores. Fue justo cuando se quitó los ajustadores que comencé a desear estar lejos de ahí. Sus tetas parecían dos gargajos que por milagro divino desafiaban la ley de gravedad. Cuando se quitó el blúmer, quise morirme. Sus nalgas me recordaron la superficie lunar, y por delante una extraña y larga madeja de vellos me impactó. La espalda la tenía invadida de granos amarillentos. Los muslos estaban cubiertos por manchas. ¿De qué?, todavía no he podido descubrirlo.
   Adiós erección.
   Sólo entonces comprendí por qué ella había aceptado a Cachimba como cliente.
   Sonriendo, me empujó hasta hacerme caer de espaldas en la cama. Me sacó los pantalones y el calzoncillo de un tirón.
  —¡Qué cosita tan bonita! —exclamó—. Pero está morida, morida. Vamos a ver qué podemos hacer por ella.
   Se metió mi miembro en la boca. Lo lamió y relamió, pero nada.
  —¿Qué pasa? —preguntó.
  —Nada —dije.
   Volvió a meterse mi miembro en la boca. Lo sacaba por instantes y se golpeaba en las mejillas con él. Volvía a chuparlo con fruición, pero estaba más muerto que mi tatarabuelo.
  —Detente —dije, pero no me escuchó—. Detente —repetí.
   Reglita era como los chivos: cuando comen, no oyen. Seguía esforzándose por hacerme levantar el ánimo, en vano.
  —¡Detente, carajo, te doy diez pesos si paras ya!
   Entonces sí escuchó. Dejó de chupar. Me levanté de un salto. Me vestí. Tiré los diez pesos sobre el colchón y me dirigí a la puerta. Ya con el picaporte en la mano y la puerta entreabierta, miré por sobre el hombro. Reglita me observaba, triste, desde el otro extremo de la habitación.
  —¿Vas a volver algún día? —preguntó.
  —Ni muerto —dije, y fue lo último que hablé aquella noche.

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