Por Maykel Reyes Leyva
Faltaba
menos de una hora para la entrevista.
El
Chino entró en la tienda de campaña y encontró a Antonio sentado en la hamaca,
con los pies colgados hacia fuera y todavía a medio vestir. Se detuvo en la
entrada, con la impresión de estar viendo un espectro, indeciso si llamar su
atención o retirarse sigilosamente, dejándolo así, con los ojos perdidos en la
nada y el ceño fruncido, signo evidente de que los demonios del insomnio
todavía luchaban en su interior. Pero el olor a café endulzado con miel de
abeja terminó delatando su presencia.
―¿Qué pasa, muchacho? ¿Por qué me miras de
ese modo?
―Disculpe ―dijo el Chino y avanzó un
paso.
Antonio
agarró la güira y se bebió el café con lentitud, dejando que el calor de la
bebida le calentara el pecho. Mientras lo hacía, no le quitó los ojos de encima
al muchacho.
―¿Podrías alcanzarme las botas? ―pidió
en un susurro y con el mentón señaló la esquina de la habitación donde se
encontraban.
El
Chino se apresuró a alcanzárselas. Antonio le devolvió la güira ya vacía y, al
ver que el muchacho daba la media vuelta para retirarse, lo atajó:
―Chino, ¿podrías quedarte un rato, hablando
conmigo? No quiero quedarme solo.
El
joven se detuvo y se volteó hacia el mulato que comenzaba a calzarse. Pero no
vio al hombre que le inspiraba respeto y obediencia, mucho menos al hombre que
todos temían y admiraban en los campos de batalla. Tenía frente a sí a un ser
abatido que parecía poder quebrarse con un ligero soplo de viento.
―No he podido dormir en toda la noche ―comentó
Antonio sin mirarlo―. Bueno, en verdad, ya ni me acuerdo de lo
que es dormir.
―¿Se siente mal? ¿Quiere que le llame al
médico? ―preguntó el muchacho.
Antonio
lo miró, reconociendo en su tono de voz una preocupación sincera.
―No, Chino, no llames a nadie. Estoy bien
así. Mi enfermedad no es del cuerpo, sino del alma…
El
muchacho no quiso parecer imprudente, pero no pudo evitar preguntar:
―¿Y uno se puede enfermar del alma?
Antonio
terminó de calzarse en silencio. Se puso de pie y el Chino tuvo la impresión de
estar frente a un titán. Antonio le dio la espalda y el joven lo contempló sin
temores, aprovechando que él no lo miraba. Percibió la musculatura a través de la camisa blanca.
Anonadado ante aquel cuerpo extremadamente bien formado, se convenció de que
jamás podría alcanzar tales músculos. Antonio se acercó a la mesita de madera
que se hallaba cerca de la hamaca y tomó entre sus manos la carta que le
escribiera Máximo el 16 de febrero. Pasó sus ojos por las líneas, sin leer,
pero captó las palabras claves en las que se le informaba de una comisión que
iría a verlo para explicarle las bases de la capitulación. Dobló las hojas de
papel con sumo cuidado, conteniendo las ganas de estrujarlas y echarlas a la
basura.
―Uno puede enfermarse de muchas cosas en
esta vida, Chino. De muchas cosas. Sólo basta con que el mal ande suelto por
ahí y se te meta en el cuerpo.
―¿Y qué se siente cuando se enferma del
alma?
―A veces rabia… ―dijo Antonio y guardó la
carta en uno de los bolsillos del pantalón. Al hacerlo halló otra, estrujada y
sucia de tanto ser leída. La extrajo, la hojeó e identificó la letra de Flor
quien, con fecha 4 de marzo, le sugería que aprovechara la entrevista para
asesinar al líder del enemigo―. Otras veces, confusión ―sentenció.
Tiró
los papeles arrugados sobre la mesita. Se volteó hacia el muchacho y preguntó:
―Dime, Chino, ¿qué piensas tú de todo esto?
―¿Qué pienso de qué, General? No lo
entiendo.
―Hablo de la capitulación. ¿Qué piensas tú
de eso? ¿Qué piensan los demás? Sé que todo esto debió tomarlos por sorpresa, y
más cuando aquí peleábamos con mayor entusiasmo.
El
Chino se mordió el labio inferior, mientras pensaba. Se encogió de hombros.
―No lo entiendo. Pensé que usted sabía lo
que pensábamos.
―Sí, supongo que sí. Pero ahora ponte en mi
lugar. El Comité del Centro firmó el Pacto el 10 de febrero sin contar con
nadie. Pero ellos pertenecen a la Cámara de Representantes, son el Gobierno.
Personas que todos debemos respetar y obedecer, ¿entiendes? Mis superiores. Les
debo respeto. Les debo obediencia. ¿Qué harías tú? ¿Los desobedecerías?
―No lo sé. No los conozco.
―Me conoces a mí. ¿Serías capaz de
desobedecerme a mí?
―¡No, General! ―se apresuró a decir el
muchacho y se puso en posición de firme―. ¡Nunca!
Antonio
le sonrió con desgano. Le puso una mano en el hombro y luego fue a sentarse de
nuevo en la hamaca.
―¿Sabes qué es lo que pasa, Chino? Cuando
pienso que todos los que han muerto lo han hecho en vano… Cuando pienso en eso…
No eres capaz de imaginarte la rabia que siento. ¡Miles de muertos en los
campos de batalla, para que ahora todo termine en un Convenio…! ¿Cómo crees que
puedo sentirme? Ubícate. Cuando tenías nada más que tres años se inició esta
guerra. Muchos hombres dignos han muerto por la causa. Otros seguimos
dispuestos a morir por ella. Pero estamos cansados, dispersos, sin nadie que
centralice el mando. Hemos gastado diez años, ¡diez años!, de nuestras vidas en
vano. Seguir peleando nos puede llevar al abismo, tal vez ni siquiera valga la
pena tanto sacrificio. Dime, Chino, ¿has pensado en eso?
―No, General, no lo había pensado.
―Yo sí, muchacho. Durante toda la noche. No
he dejado de pensar en la disciplina, en lo que es correcto o incorrecto, en
todos los cubanos que han perdido la fe en el Ejército Libertador.
¿Te das
cuenta de que los hemos defraudado?
El
Chino no tuvo tiempo de contestar. Un negro joven, descalzo, entró en la tienda
e hizo un saludo marcial.
―Permiso, mi General. Se acercan los
españoles.
―Está bien. Puede retirarse ―ordenó
Antonio.
Él y
el Chino volvieron a quedarse solos. Avanzó hacia el clavo donde colgaba su
sombrero y lo descolgó, pero no se lo puso. Sombrero en mano comenzó a caminar
hacia el exterior, como si se hubiese olvidado del muchacho.
―General ―lo atajó el Chino y Antonio
se volteó hacia él bruscamente. Había recuperado su aspecto imponente y su aire
de grandeza. De nuevo el muchacho se sintió cohibido frente a él.
―¿Qué pasa, soldado?
El
Chino vaciló antes de preguntar:
―¿Qué piensa hacer?
El
mayor general Antonio lo miró fijo desde su altura y le contestó:
―Lo que tengo que hacer, Chino. Nada más
que lo que tengo que hacer.
Con
una expresión firme, salió al exterior y se enfrentó a la humedad y el verdor
de los campos de Mangos de Baraguá.
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