Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

jueves, 25 de junio de 2015

La última hora

Por Maykel Reyes Leyva




Faltaba menos de una hora para la entrevista.


El Chino entró en la tienda de campaña y encontró a Antonio sentado en la hamaca, con los pies colgados hacia fuera y todavía a medio vestir. Se detuvo en la entrada, con la impresión de estar viendo un espectro, indeciso si llamar su atención o retirarse sigilosamente, dejándolo así, con los ojos perdidos en la nada y el ceño fruncido, signo evidente de que los demonios del insomnio todavía luchaban en su interior. Pero el olor a café endulzado con miel de abeja terminó delatando su presencia. 


¿Qué pasa, muchacho? ¿Por qué me miras de ese modo?


Disculpe dijo el Chino y avanzó un paso. 


Antonio agarró la güira y se bebió el café con lentitud, dejando que el calor de la bebida le calentara el pecho. Mientras lo hacía, no le quitó los ojos de encima al muchacho.


¿Podrías alcanzarme las botas? pidió en un susurro y con el mentón señaló la esquina de la habitación donde se encontraban.


El Chino se apresuró a alcanzárselas. Antonio le devolvió la güira ya vacía y, al ver que el muchacho daba la media vuelta para retirarse, lo atajó:


Chino, ¿podrías quedarte un rato, hablando conmigo? No quiero quedarme solo.


El joven se detuvo y se volteó hacia el mulato que comenzaba a calzarse. Pero no vio al hombre que le inspiraba respeto y obediencia, mucho menos al hombre que todos temían y admiraban en los campos de batalla. Tenía frente a sí a un ser abatido que parecía poder quebrarse con un ligero soplo de viento.


No he podido dormir en toda la noche comentó Antonio sin mirarlo. Bueno, en verdad, ya ni me acuerdo de lo que es dormir.


¿Se siente mal? ¿Quiere que le llame al médico? preguntó el muchacho.


Antonio lo miró, reconociendo en su tono de voz una preocupación sincera.


No, Chino, no llames a nadie. Estoy bien así. Mi enfermedad no es del cuerpo, sino del alma…


El muchacho no quiso parecer imprudente, pero no pudo evitar preguntar:


¿Y uno se puede enfermar del alma?


Antonio terminó de calzarse en silencio. Se puso de pie y el Chino tuvo la impresión de estar frente a un titán. Antonio le dio la espalda y el joven lo contempló sin temores, aprovechando que él no lo miraba. Percibió  la musculatura a través de la camisa blanca. Anonadado ante aquel cuerpo extremadamente bien formado, se convenció de que jamás podría alcanzar tales músculos. Antonio se acercó a la mesita de madera que se hallaba cerca de la hamaca y tomó entre sus manos la carta que le escribiera Máximo el 16 de febrero. Pasó sus ojos por las líneas, sin leer, pero captó las palabras claves en las que se le informaba de una comisión que iría a verlo para explicarle las bases de la capitulación. Dobló las hojas de papel con sumo cuidado, conteniendo las ganas de estrujarlas y echarlas a la basura.


Uno puede enfermarse de muchas cosas en esta vida, Chino. De muchas cosas. Sólo basta con que el mal ande suelto por ahí y se te meta en el cuerpo.


¿Y qué se siente cuando se enferma del alma?


A veces rabia… dijo Antonio y guardó la carta en uno de los bolsillos del pantalón. Al hacerlo halló otra, estrujada y sucia de tanto ser leída. La extrajo, la hojeó e identificó la letra de Flor quien, con fecha 4 de marzo, le sugería que aprovechara la entrevista para asesinar al líder del enemigo. Otras veces, confusión sentenció.


Tiró los papeles arrugados sobre la mesita. Se volteó hacia el muchacho y preguntó:


Dime, Chino, ¿qué piensas tú de todo esto?


¿Qué pienso de qué, General? No lo entiendo.


Hablo de la capitulación. ¿Qué piensas tú de eso? ¿Qué piensan los demás? Sé que todo esto debió tomarlos por sorpresa, y más cuando aquí peleábamos con mayor entusiasmo.


El Chino se mordió el labio inferior, mientras pensaba. Se encogió de hombros.


No lo entiendo. Pensé que usted sabía lo que pensábamos.


Sí, supongo que sí. Pero ahora ponte en mi lugar. El Comité del Centro firmó el Pacto el 10 de febrero sin contar con nadie. Pero ellos pertenecen a la Cámara de Representantes, son el Gobierno. Personas que todos debemos respetar y obedecer, ¿entiendes? Mis superiores. Les debo respeto. Les debo obediencia. ¿Qué harías tú? ¿Los desobedecerías?


No lo sé. No los conozco.


Me conoces a mí. ¿Serías capaz de desobedecerme a mí?


¡No, General! se apresuró a decir el muchacho y se puso en posición de firme. ¡Nunca!


Antonio le sonrió con desgano. Le puso una mano en el hombro y luego fue a sentarse de nuevo en la hamaca. 


¿Sabes qué es lo que pasa, Chino? Cuando pienso que todos los que han muerto lo han hecho en vano… Cuando pienso en eso… No eres capaz de imaginarte la rabia que siento. ¡Miles de muertos en los campos de batalla, para que ahora todo termine en un Convenio…! ¿Cómo crees que puedo sentirme? Ubícate. Cuando tenías nada más que tres años se inició esta guerra. Muchos hombres dignos han muerto por la causa. Otros seguimos dispuestos a morir por ella. Pero estamos cansados, dispersos, sin nadie que centralice el mando. Hemos gastado diez años, ¡diez años!, de nuestras vidas en vano. Seguir peleando nos puede llevar al abismo, tal vez ni siquiera valga la pena tanto sacrificio. Dime, Chino, ¿has pensado en eso?


No, General, no lo había pensado.


Yo sí, muchacho. Durante toda la noche. No he dejado de pensar en la disciplina, en lo que es correcto o incorrecto, en todos los cubanos que han perdido la fe en el Ejército Libertador. 
¿Te das cuenta de que los hemos defraudado?


El Chino no tuvo tiempo de contestar. Un negro joven, descalzo, entró en la tienda e hizo un saludo marcial.


Permiso, mi General. Se acercan los españoles.


Está bien. Puede retirarse ordenó Antonio.


Él y el Chino volvieron a quedarse solos. Avanzó hacia el clavo donde colgaba su sombrero y lo descolgó, pero no se lo puso. Sombrero en mano comenzó a caminar hacia el exterior, como si se hubiese olvidado del muchacho.


General lo atajó el Chino y Antonio se volteó hacia él bruscamente. Había recuperado su aspecto imponente y su aire de grandeza. De nuevo el muchacho se sintió cohibido frente a él.


¿Qué pasa, soldado?


El Chino vaciló antes de preguntar:


¿Qué piensa hacer?


El mayor general Antonio lo miró fijo desde su altura y le contestó:


Lo que tengo que hacer, Chino. Nada más que lo que tengo que hacer.


Con una expresión firme, salió al exterior y se enfrentó a la humedad y el verdor de los campos de Mangos de Baraguá.

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