Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Acá, en la orilla del mundo

Aunque algo más poderoso que este querer
destruya mi felicidad
te seguiré queriendo
para no dejar de soñar.
(Si te quiero)
MARIO BENEDETTI.

Aquella noche de viernes Leticia no vino a dormir a casa. Fue la primera vez. También fue la noche más larga que Irene conoció jamás. Estuvo esperando hasta que se cansó y terminó comiendo sola, dejando que el sonido de los cubiertos al golpear el plato fuese como gotas de lluvia alimentando su soledad. Por instantes, miraba la puerta y rezaba para que alguna fuerza sobrenatural la hiciera abrirse y ver, de pronto, la sonrisa de Leticia, y entonces respirar tranquilamente y decirse a sí misma que era una tonta, que en realidad nunca hubo motivos para preocuparse tanto. Pero la puerta no se abrió, ni Leticia entró trayendo consigo la alegría, ni la paz, ni nada. Fue terrible. Irene llamó a todos los conocidos y luego comenzó a odiarlos, los detestó como nunca pensó que podía hacerlo, solamente por no saber, por ni siquiera tener una leve idea de dónde podía estar Leticia. Irene no recordaba haber sentido jamás esa sensación de ahogo, y para hacer más llevadera la espera contó uno a uno todos los cuadritos del suelo, jugó al solitario haciéndose miles de trampas y cantó canciones que creyó ya había olvidado. Un rato más tarde, semidesnuda sobre el sofá, recitó algunos poemas que se sabía de memoria y terminó probándose frente al espejo la ropa nueva que tenía guardada en el closet. Esa fue la primera vez que Leticia no vino a casa. La primera vez que Irene sintió miedo.

Luego, las ausencias se fueron repitiendo. La mayoría de las veces los platos se quedaban servidos en la mesa, los alimentos se enfriaban y se llenaban de moscas que parecían danzar alrededor del festín. Irene nunca preguntó nada, sólo permanecía despierta en su cuarto, viendo amanecer, soportando en sus oídos todo el silencio del mundo, con el corazón puesto en la puerta de la calle y los sentidos ligados a Leticia. Cuando por fin la escuchaba llegar, se tendía en la cama y fingía dormir. Leticia siempre entraba silenciosamente, se quitaba la ropa y se acurrucaba junto a ella, besándola hasta despertarla. Pero una mañana de domingo llegó y no entró al cuarto, y para Irene fue como si Leticia no hubiese regresado aún, como si se hubiera ido para siempre.

Rozando el mediodía el cielo se había tornado gris. Al principio fue sólo una pequeña nube que se alimentó de sí misma hasta volverse una descomunal mancha cubriendo el firmamento. Sobre la línea del horizonte las cargas eléctricas de una tormenta rasgaron la cortina que tapaba al sol. Durante algo más de una hora sopló un viento frío que trajo humedad al ambiente. Pero luego, lo que a distancia parecía ser un nuevo diluvio, se alejó sin dejar caer una sola gota de lluvia. Para ese entonces, todos los veraneantes ya habían recogido los niños, las ropas y las sombrillas, buscaron la carretera y se marcharon dejando la playa totalmente desierta. El resto de la tarde estuvo soleada, con el cielo salpicado de diminutas nubes blancas que se movían a buena velocidad.

Toda la mañana del domingo Irene estuvo releyendo una antología poética de Mario Benedetti. Los domingos solían ponerla triste y éste no era el mejor de ellos. Había preferido no almorzar y encerrada en su cuarto sentía los trajines de Leticia andando por la casa. A intervalos la escuchaba cantar y se preguntó cuánto sería capaz de extrañar aquella voz, esa melodía que cuando guardaba silencio seguía repiqueteando en sus oídos como saltos de güijes. Cuando la tormenta pareció acercarse y amenazó con echarse a llorar sobre esa zona del mundo, Irene se quedó dormida. Durmió profundamente durante más de dos horas. Y soñó con ella, con Leticia, con su forma de reír y de andar y de hablar, hasta que la despertó el silencio. Estaba llorando. La casa transpiraba tranquilidad.

Desde la ventana de su cuarto Irene vio la playa vacía y quiso ir hasta allí. Necesitaba un poco de aire fresco y observó las olas del mar acariciar con dulzura aquella parte del mundo. Leticia tomó las toallas y ambas caminaron sobre la arena dejando las huellas de los pies fuertemente hundidas. Ninguna de las dos decía una palabra. De repente, Leticia echó a correr dejando a Irene abandonada en la distancia. A medida que se alejaba se iba despojando de la ropa y cuando llegó al mar ya estaba desnuda. Se lanzó contra las olas y por momentos asomaban la cabeza, hacía gestos con las manos y luego volvía a sumergirse.

Irene se desnudó con lentitud. Hacía mucho tiempo que había perdido aquellos arranques repentinos propios de la inmadurez. Se sentó en la arena de manera tal que la espuma de las olas pudiese jugar con sus pies hasta los tobillos. Miró hacia el horizonte y observó el sol dotado de un color rojizo que comenzaba a descender. Luego de un rato, sintió frío y los pezones se le endurecieron. Fijó su mirada en la figura de la muchacha que flotaba como un objeto ajeno a su cotidianidad. Viéndola así, como algo sin vida, se llenó de una terrible sensación de vacío. Entonces Leticia comenzó a nadar hacia la orilla. Irene la vio llegar y tenderse a su lado, sonreír, echar la cabeza hacia atrás y dejar que sus cabellos se escurriesen. Las gotas de agua salada cayeron en la arena, dejando pequeñas, casi invisibles huellas.

-¿Eres feliz?

Leticia respiró con hondura. Los ojos le brillaban con intensidad. Miró a Irene directamente a los iris y vaciló antes de contestar:

-Sí, lo soy. Creo que nunca antes había sido tan feliz.

Irene no dejaba de observarla. Estaba seria, con el ceño fruncido, las facciones endurecidas. Tenía los pies cruzados, la espalda llena de pecas y los senos flácidos. Quería guardar en su mente cada detalle que estuviera relacionado con la muchacha, así que la recorría con la vista, silenciosamente. Ahora miraba los pies de Leticia y se percató de que eran unos pies diminutos, extremadamente blancos. El sol luchó hasta alcanzar un punto del horizonte y comenzó a ocultarse. El frío se hizo agudo y la piel de Leticia se erizó en un escalofrío.

-¿Y cuando piensas irte?

-¿Irme? –preguntó Leticia -. ¿Qué te hace pensar que quiero irme?

-No lo sé... –susurró Irene y clavó los ojos en el trozo de sol que flotaba sobre el mar. El resplandor no le molestaba. El frío tampoco. Sólo le inquietaba el vacío, aquel vacío que poco a poco se adueñaba de ella. Dejó su mente en blanco unos segundos y de pronto le vinieron a la mente unos versos que había leído esa mañana y sin darse cuenta los recitó para sí: Digamos que te alejas definitivamente/ hacia el pozo de olvido que prefieres,/ pero la mejor parte de tu espacio,/ en realidad la única constante de tu espacio,/ quedará para siempre en mí doliente,/ persuadida, frustrada, silenciosa...

-¿En qué piensas?

-En nada –mintió Irene, pero acto seguido susurró-: Una vez me dijiste que ya estabas cansada de andar por ahí como una vagabunda. Eso dijiste, con esas palabras. Y yo te creí. Parecías estar realmente cansada, pero ahora creo... pienso que me engañaste, que sólo fingías.

-Yo no fingía –se defendió Leticia-. No tengo por qué hacerlo.

Irene no pareció escucharla. Tenía los ojos cerrados y hablaba como si lo hiciera desde un sueño.

-No tienes por qué irte. Yo no deseo que te vayas. Es decir, no quiero.

-Yo no he dicho que me vaya para ningún lugar. ¿De dónde sacaste eso? ¿Te volviste loca?

Irene se quedó en silencio. No quería ser cruel, pero sentía que algo muy grande le dolía dentro. Negó con la cabeza, fue un gesto incomprensible acompañado por unas palabras imposibles de entender. Estiró una mano y recogió su ropa. Hizo el intento de volver a casa, pero Leticia la sujetó por un brazo y no la dejó levantar.

-Perdóname –dijo, desesperada -. Yo no quiero que te sientas mal, pero ¿qué quieres que haga? Yo no quise que me pasara esto, pero pasó. Sin darme cuenta. Por favor, no me des la espalda, Irene. Yo haré lo que tú quieras, pero no me rechaces. Es que... no lo vas a entender, yo... Yo le importo. Le importo mucho. Muchísimo. Y eso es bueno, ¿no crees? ¿No es bueno importarle a alguien?

-A mí me importabas –dijo Irene y tuvo la impresión de que aquella escena era bastante enfermiza. Se puso de pie.

Caminó un par de pasos y luego se detuvo. El sol se había extinguido definitivamente. Sobre aquella parte del mundo llegó la noche.

-Leticia...

La muchacha volteó su rostro y vio a la mujer desnuda que la miraba tratando de contener el llanto.

-Creo que es mejor que te vayas esta noche. Mientras más rápido sea, mejor será para las dos.

Irene echó a andar con lentitud, arrastrando los pies. Cuando llegó a su casa se encerró en el baño y lloró sin parar unos diez minutos. Se miró en el espejo del botiquín y pensó que Leticia era un trozo palpable de su imaginación, algo que podría extirpar si se lo proponía. Se asomó a la ventana de su cuarto y gracias a la luz de la luna divisó una silueta que se mantenía sentada a la orilla del mar. Pensó en un náufrago, alguien que había llegado accidentalmente a aquella playa, y quiso salir a ayudar, pero se contuvo. Y de repente, cuando una lágrima vino y se posó en la punta de su nariz, recordó otro fragmento del mismo poema, pero esta vez lo recitó en voz alta para escucharse a sí misma diciendo: Es tarde. Sin embargo yo daría/ todos los juramentos y las lluvias,/ las paredes con insultos y mimos,/ las ventanas de invierno, el mar a veces,/ por no tener tu corazón en mí,/ tu corazón inevitable y doloroso/ en mí que estoy enteramente solo/ sobreviviéndote.

(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

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