Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mary

Para Mary, su cuento.

Avanzó tres pasos mirando hacia abajo, una de sus manos sujetando la mía. No sé cómo se las arregla para caminar y no llenarse las sandalias de arena. Me mantengo cerca, justo a sus espaldas. Se detiene un instante junto al bote naranja.

Ven, me dice. Quiero abrazarte, susurra.

Le dedico una sonrisa. Me abraza, apoya su rostro en mi pecho y se queda con los ojos cerrados, sin pronunciar palabras. El calor de su cuerpo es reconfortante. Lo disfruto, le permito conocer cada grieta de la piel. Es extraño, pero muy a mi pesar me siento como si hubiese acabado de llegar a esta isla, como si en este preciso momento no fuera yo, sino un náufrago cualquiera, uno sin nombre, desposeído de todo, pero con el suficiente talento como para aferrarse a la vida en un último intento por ser lanzado a este trozo de playa que nadie ha bautizado.

Maricela separa su rostro de mí y mira al cielo. Está buscando señales de lluvia, pero no hay nada. Tampoco lo habrá. Las nubes semejan algodones de azúcar en busca de niños. Es jueves; agosto carga con todo el calor del año y la tarde comienza a desplomarse sobre la ciudad. Hasta entonces ella se había mostrado conversadora, sonriente, pero la proximidad del mar le hizo parir al silencio. Yo tampoco tengo ganas de hablar, aunque reconozco que su voz, en múltiples ocasiones, ha sido un trozo de madera del que me he podido aferrar en noches de tormenta.

¿En qué piensas?, le pregunto, y antes de que diga las primeras sílabas me sobreviene el presagio.

Hizo frío anoche.

El viento susurra secretos indescifrables en nuestros oídos, mientras gorriones descabezados son arrastrados a la orilla. La arena se nos presenta poco pálida y sucia a todo lo largo de la playa, pero aquí estamos, donde el polvo y el agua y el viento abren un hueco en mi cerebro.

Antes sus palabras no me causaban miedo, es más, las esperaba con ansias, pues tenía la impresión de que indirectamente estaban siendo dirigidas a mí. Le cogí el gusto a escucharla decir: Soy celosa con las cosas que quiero; y también: Cuando quiero, quiero de verdad. Pero ahora sé que va a decir cosas diferentes, dolorosas quizás para ambos, y tengo miedo.

¿Alguna vez has estado en un desierto?, dice; Yo tampoco he estado en ninguno, pero anoche soñé que lo estaba, sola, y no puedes imaginarte lo mal que me sentí.

Mary me abraza con firmeza, no existe fuerza ni desesperación en su gesto. No sé por qué, pero el contacto le resta dureza a sus palabras. Ocho meses atrás había besado sus labios por vez primera. En aquel entonces estábamos convencidos de que aquella relación era una cuestión de días, tal vez de horas. Yo mismo me lo dije: A la corta es una experiencia interesante, pero a la larga es totalmente insostenible. Sin embargo...

Cuando la conocí no éramos más que un par de criaturas perdidas en la multitud. Mi rostro se le antojó conocido y le dije algo con respecto al karma y a vidas pasadas. Veníamos arrastrando la amargura de antiguas relaciones y aunque jamás creímos que fuera a pasar nada entre nosotros, lo cierto es que pasaron muchas cosas buenas. Por suerte todo salió bien. Los recuerdos de mal gusto han quedado enterrados en la oscuridad. Ahora tengo a Mary y Mary me tiene a mí.

Ella respira profundo. Va a decir algo pero no lo hace. Tampoco le pregunto, sigo con miedo. Prefiero observarla y pensar que sus ojos son los más universales del planeta. Me resulta agradable sentir sus delgados brazos apresándome por la espalda, sentir sus dientes aprisionando casi con crueldad mi labio inferior, al tiempo que mi sexo enardecido se estrecha contra su vientre.

¿Y no te despertaste con miedo?, indago, y de antemano sé cuál va a ser la respuesta.

Acaricio su pelo y le beso la punta de la nariz. Tengo deseos de llevármela de aquí, de alejarla pronto de esta playa que puede echarnos a perder el día si consigue ponernos sentimentales. Tengo ganas de reconquistar su cuerpo, porque puede que yo no sea su Cristóbal Colón, pero soy su Américo Vespucio, se lo he dicho: No soy tu descubridor pero llevas mi nombre, lo llevarás ya para siempre; y ella lo sabe, por eso aquella noche no hacía otra cosa que nombrarme, mientras la mano del amor, con sus dedos de aire fresco, nos hacía estremecer en plena madrugada. ¿Acaso pido mucho?, me pregunto mentalmente, y nos imagino en cualquier cuarto de esta enorme ciudad, devorándonos de manera mutua, a oscuras, tal y como le gusta. Luego, cuando el reloj marque la hora exacta, escaparemos de esa caricia divina. Como hijos de la mañana, correremos a nuestros lugares habituales para llenarnos, poco a poco, de honda soledad. Así es mejor. Sólo la soledad nos hará regresar ansiosos.

Sí, por supuesto que tenía miedo, me responde al fin; pero más miedo sentí cuando me di cuenta de que tú no estabas conmigo.

No puede ser, le digo; no me levanté anoche para nada. Ni siquiera sentí el frío ése que tú dices. Le sonrío. Debes de haberlo soñado también.

Maricela niega con la cabeza. Ahora sí me aferra con fuerzas. Permanece recostada a un bote que, ya maltrecho y agujereado, fue abandonado en la arena por sus antiguos dueños. Puedo ver el mar reflejado en sus ojos y por ende, me resulta más sublime. Contemplo su rostro. Es el vivo reflejo de una generación que declina, de la que sólo heredaremos las marcas de sus sueños frustrados, pero no obstante, no recuerdo haber conocido nunca criatura tan hermosa. Ella continúa besándome y abrazándome, como si nunca hubiese aprendido a hacer otra cosa desde que abrió los ojos en este mundo. Si esta noche ocurre el cataclismo, sólo encontrarán dos corazones gastados por los besos.

La ventana estaba abierta, susurra con la mirada perdida en el mar y me da la impresión de que ha sido poseída por algún demonio; te busqué en medio de la noche, pero no estabas... Sólo el frío, la oscuridad, el silencio... ¿No oíste todas las veces que te llamé?

Un perro sato, blanco y amarillo, husmea entre la basura desperdigada por la arena. Gira en torno a nosotros con lentitud.

Yo salí a buscarte, dice Mary; caminé cuadras enteras buscándote, llamándote, tratando de adivinar dónde te habías metido. Creo que huías, asegura de pronto. Tal vez te estabas escondiendo. Creo que en verdad no querías que te encontrara.

No digo nada, prefiero callar antes que entrar a discutir esos detalles. Me separo un poco de Mary, llamo al perro con voz dulce y se deja acariciar tras las orejas, pero mantiene su desconfianza: las orejas erguidas, la cola recogida. Pienso que ella es igual, se deja amar, pero teme que ese amor se acabe algún día, de pronto. Mary, por fin, enfrenta sus pupilas a las mías. Algo ha cambiado en ellos, pero no sé qué es. Pienso: Debo despertar de este coma profundo al que me han llevado tus ojos. Da la impresión de haber escapado de alguna pesadilla con la que ha estado luchando desde siglos anteriores.

Te quiero, dice, y hay magia en sus palabras, y yo digo: Yo también te quiero, y mucho.

Entonces ella sabe que es cierto. Si no, ¿qué sentido tendría que ambos estuviésemos aquí, diciéndonos estas cosas? ¿Cuál sería la razón de ser de todo este tiempo que hemos pasado juntos, de todos estos planes futuros que han ido naciendo en mi mente? Y sé que jamás me dejará, que no permitirá que el pudor ni el miedo le ganen pues aún tiene muchas cosas que sentir, muchas cosas que vivir conmigo. La siento cerca y estoy dichoso. Es un trozo definitivamente mío y no partido en dos como mi pecho.

¿Nos vamos?, le pregunto y tengo la impresión de haber regresado también de un horrible sueño.

Sí, vamos.

El sol comienza a debilitarse con la muerte de la tarde. Ha sido un día hermoso, puro e iluminado como un ángel. La noche también será limpia y perfecta para que los amantes vaguen por los senderos del sexo. Entrecruzamos los dedos y echamos a andar. Los pasos son suaves, dirigiéndonos siempre hacia el asfalto, pero manteniendo sumo cuidado para no embarrarnos los zapatos de arena. Una de sus manos me estrecha por la espalda. Su olor llega perfectamente hasta mí, es mucho más potente que el aroma del mar.

Oye, ¿puedo hacerte una pregunta?, inquiere sin mirarme. Me siento bien, estoy alegre y sólo quisiera escuchar su voz.

Por supuesto, le digo de un modo que se me antoja extraño.

¿Me amarás para siempre?

Me mira entonces. Está seria, pero luego esboza una sonrisa algo forzada. Alcanzamos el asfalto y se estrecha con más fuerza contra mí. No tengo que pensar la respuesta; le digo:

Sí, te amaré para siempre; y una nube oscura comienza a ocultar el sol.


(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

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