Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Una ventana al mar

Desde la mesa del restaurante se escuchaba el gemido del mar golpeando los arrecifes. La ventana estaba abierta, así que el olor a salitre y el viento fresco llegaban nítidamente hasta la pareja que aguardaba. El joven no se sentía del todo bien. Llevaba varios días luchando contra una mala digestión que parecía no tener fin. Había pasado la noche prácticamente despierto, de quejido en quejido, negándose a ir al policlínico y ahora estaba ojeroso, deprimido, sin deseos de hablar. Sostenía la carta y paseaba los ojos por el menú sin leer. Nunca pedía nada, con respecto a la comida no tenía gustos definidos; comía casi cualquier cosa, preferiblemente si los alimentos estaban fríos, acabados de sacar del refrigerador. Cuando salían a comer fuera siempre dejaba que su mujer hiciera el pedido; le era mucho más cómodo. Pero ella hoy tampoco tenía deseos de nada. Sentía que el silencio era demasiado pesado para soportarlo por más tiempo.

-¿Qué quieres comer? ¿Ya viste? –preguntó por pura formalidad.

-No sé, no sé, no sé... ¿Q-qué hay?

La mujer chequeó la lista con desgano. Leyó en voz alta algunos platos, hizo unos pocos comentarios esperando la aprobación del muchacho, pero éste permaneció callado, los ojos puestos en algún lugar del otro lado de la ventana.

-¿Y entonces? –dijo la mujer. ¿Qué vas a pedir?

-No sé, no sé... –volvió a decir él. C-creo que pediré ancas de rana.

-Es caro. ¿Por qué no pides otra cosa?

-Q-quiero ancas de rana. Hace t-tiempo que no las como.

La mujer hizo un gesto de asco con la boca. Le repugnaba la sola idea de que su esposo comiera ranas. Siempre pasaba igual. Cada vez que iban a comer fuera él pedía algo que a ella le daba asco. Una vez lo vio comer ostiones y casi vomita delante de todo el mundo.

-¿Quieres saber una cosa? Yo no tengo hambre. Quiero irme, acostarme un rato. Estoy cansada.

-¿Por qué viniste, entonces? Me lo hubieras d-dicho y nos hubiésemos q-quedado en la casa.

-Tenía ganas de salir, de coger aire fresco. No soporto estar encerrada todo el día en la casa. Además, me gusta el mar. ¿Has visto qué color más lindo tiene hoy?

-Está azul, igual q-que todos los días.

-No, hoy está más bonito –afirmó la mujer. Míralo.

-Ya lo vi.

-¿No está lindo?

-Si t-tú lo dices...

En una mesa cercana estaba sentada otro matrimonio. Él era blanco y alto. Ella tenía el pelo teñido de rojo y sonreía mucho. Junto a ellos estaba una niña de cabellos rubios, con los ojos color miel. El muchacho miraba con insistencia a la pareja, los observaba y sentía envidia por su felicidad. La pequeña era hermosa y los hacía reír constantemente.

El camarero se acercó displicente y tomó el pedido. No había ancas de rana. En su lugar la pareja pidió filete canciller, cervezas para él, refrescos para ella y helados de chocolate como postre. El camarero se retiró y ellos volvieron a quedarse solos.

-No deberías comer tanto. ¿Cómo te sientes? –preguntó la mujer y le tomó una mano. La acarició con dulzura, usando la yema de los dedos. El muchacho la miró con indiferencia.

-Más o menos. A veces siento punzadas en el b-bajo vientre. Tengo el estómago duro. C-creo que me voy a morir.

-¡Qué poca cosa eres! –ella sonrió. No sé qué hubiera sido de ustedes los hombres si tuviesen que parir.

-Nada, de seguro n-no hubiera pasado nada.

-La naturaleza fue sabia al hacer las cosas como son –afirmó ella con descuido, haciendo un mohín con la boca.

-¿T-tú crees? Yo no estoy tan seguro...

-No empecemos –musitó la mujer y le soltó la mano. No tengo ganas de discutir.

-Nadie est-tá discutiendo.

El camarero vino y puso sobre la mesa unos platicos blancos con algunas rodajas de pan y un poco de mayonesa. La mujer no podía comer pan, así que se echó hacia atrás en el asiento y se puso a mirar cómo su esposo comía. De cuando en cuando, el muchacho alzaba la vista y miraba a la pareja de la mesa cercana. Mientras masticaba contemplaba a la niña y se maravillaba de su belleza. Su esposa se dio cuenta, pero disimulaba mirando al mar y luego bostezaba.

-No deberías comer tanto. Recuerda cómo tienes el estómago. Yo no tengo hambre –repitió ella. Quisiera irme...

-Pues vámonos.

-No, no quiero volver a la casa. No me gusta esa casa. Nunca me ha gustado. Cuando estamos en ella no hacemos más que discutir. Deberíamos permutar.

-¿P-permutar? ¿Para dónde?

-A cualquier parte. Lejos. Bien lejos. Lo más lejos posible. Cerca del mar. Un lugar donde te sientas bien, donde no necesites a nadie más que a mí.

-¿Y q-quién te dijo que yo necesito a alguien más? Yo no necesito a nadie. T-tú lo sabes –musitó él.

-No me refiero a eso. No es eso. Te conozco bien y precisamente como te conozco sé que te sientes incompleto y eso me duele. Me hace sentir impotente.

-Lo siento. No q-quise hacerte daño.

-No, no me has hecho daño. La culpa fue de aquella operación. Todo parecía que iba a ser muy fácil, muy fácil, pero mi cuerpo... Es malo tener un cuerpo tan débil, ¿verdad? Pero ellos insistieron, querían hacerlo de todas maneras. Me aseguraron que era por mi bien, pero ya ves... Me quitaron el único don que poseía.

-T-tú tienes muchos dones.

-Menos uno.

El joven se limpió la boca con la servilleta. Miró a su mujer y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella miraba al mar, al bote anaranjado que cruzaba el muelle. El muchacho apartó el plato vacío y acercó el de su esposa. Siguió comiendo.

-No t-te preocupes más –dijo con la boca llena. Pronto a mí se me olvida y t-todo volverá a ser como antes.

-¿Tú crees?

Él calló un instante. Luego respondió:

-No sé, no sé. S-supongo que sí.

Terminó de comer y apartó el plato. Se limpió con la servilleta y alzó los ojos hasta la mesa vecina. Durante unos segundos estuvo pasándose la lengua por los dientes, quitando así los restos de pan. Al cabo, preguntó:

-¿S-sabes qué es lo que pasa? Yo siempre quise tener uno, o dos. S-siempre me han gustado y eran p-parte de mis planes.

-Yo sé lo que es eso. ¿Crees que yo también no los necesitaba? Pero soy egoísta –afirmó ella con convicción. Tú no tienes la culpa de nada. Debería dejarte libre para que otra pueda darte lo que no puedo darte yo.

-No, eso no... –dijo él.

-Piénsalo. Eres joven, agradable... En poco tiempo podrás encontrar a otra que hará realidad tus sueños.

-Y-yo no tengo sueños. No hables más.

-No te pongas triste. Te estoy dando la posibilidad de que encuentres lo que buscas.

-Y-yo no busco nada. No hables más –insistió el joven.

El camarero vino y retiró los platos vacíos. Luego regresó y sirvió los filetes. Trajo más cervezas frías, otro refresco y la mesa se llenó de olores que incitaban a comer. Las paredes estaban pintadas de blanco, un blanco semejante al de los manteles que había sobre las mesas, y por ende el local parecía estar extremadamente iluminado. La mujer bebió un sorbo de su refresco. Durante un rato comieron sin hablar. El aroma a mar llegaba cálidamente hasta ellos. Un pelicano pasó cerca de la ventana. Había gaviotas sobrevolando las embarcaciones. Las papitas fritas estaban muy calientes. Las dejaron enfriar un poco y les echaron sal. Los filetes tenían buen sabor.

-Dime –murmuró él. Si me hubieses conocido antes, ¿m-me habrías complacido?

-Sí- contestó ella. No lo hubiese pensado dos veces.

El muchacho sonrió, pero acto seguido se llevó una mano al estómago e hizo una mueca de dolor.

-N-necesito ir al baño.

-Ve. ¿Te sientes mal?

-Un poco.

El joven se levantó y se perdió tras una puerta. La mujer se quedó mirando al mar. Miraba al mar y masticaba con desgano. No tenía deseos de pensar en nada. Se dijo que en aquel momento hacía falta un poco de música, de romanticismo. Algo que le alegrara la tarde, no que se la pusiera más triste. El muchacho volvió casi enseguida.

-¿Estás bien?

-M-más o menos. Parece q-que fue un aire.

Empezó a comer nuevamente. Sus gestos eran lentos, cargados de desanimo y aburrimiento.

-Dime –preguntó de pronto, bajando la voz hasta donde le fue posible. S-si yo buscara a otra, ya sabes, t-tal y como dices... ¿podría volver a ti después?

La mujer dejó de masticar. Los ojos le brillaron de manera extraña. Frunció el ceño y miró al muchacho que no se atrevía a dirigir su mirada hacia ella.

-No –respondió con firmeza. Por supuesto que no podrías volver a mí. Nunca más.

El muchacho suspiró. Miró a la mujer y sonrió. Ella era extremadamente bella.

-Y-yo no tengo sueños –aseguró. N-no busco nada. De verdad.

Ella esbozó una sonrisa y siguió masticando. Agradecía que él fuera amable y que se esforzara por no hacerla sentir mal. Terminó de comer y bebió refresco.

-Quiero irme –dijo. Pasear por la costa nos haría mucho bien. ¿No crees?

-P-puede ser. Cuando nos tomemos los helados iremos a la costa. Si quieres, no volveremos a la c-casa esta noche. Nos quedaremos por ahí.

-No quiero regresar.

-Bien.

Hicieron silencio un instante. Luego, ella preguntó:

-¿Cómo te sientes?

-Estoy bien. No voy a m-morirme.

La mujer miró por la ventana hacia fuera. Todavía tenía la sonrisa dibujada en los labios. Parecía alegre. Alegre y distante.

-El mar está muy bonito hoy. Tiene un color azul especial. ¿No es verdad que está lindo?

-Sí –dijo el muchacho y miró hacia el mar por primera vez. Está como nunca. Dan ganas de n-no regresar a casa esta noche. Pero, dime, ¿no t-te parece que tiene demasiado azul?


(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

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