Por Maykel Reyes Leyva
Para Heras León, el Maestro.
Una vez más, la luz de la lamparita de noche había permanecido encendida durante la madrugada. Estuvo tanto tiempo así que terminó volviendo tibio el aire de la habitación. Acostado en la cama, con los pies cubiertos por una sábana, Gustavo intentaba leer. Sostenía el libro con una mano, doblándolo por la mitad, y a pesar del esfuerzo no lograba concentrarse. Las líneas se mezclaban unas con otras. Las palabras carecían de sentido alguno. Sus pensamientos estaban lejanos, vagando tras la silueta de una mujer ausente.
Afuera, la temperatura descendió presagiando el amanecer.
Gustavo sudaba. No sabía si por causa del calor o de la impaciencia. El ventilador se encontraba en un rincón, y el hombre sintió deseos de arrastrarse hasta él para encenderlo, aunque luego no pudiese regresar a la cama.
Cuando menos lo esperaba, Gustavo escuchó que alguien metía la llave en la cerradura de la puerta que daba a la calle. Sintió pasos en la sala. Con un movimiento repentino, soltó el libro sobre la mesita de noche y apagó la lámpara. Fingió dormir. La persona que había penetrado en la casa, vagó a tientas hasta el cuarto, abrió la puerta, volvió a cerrarla y se movió por la habitación en busca de algo.
-¿Ya te tomaste la pastilla?
La voz sonó extraña entre tanto silencio. ¿Cuánto tiempo hacía que el hombre no la escuchaba? Dieciséis horas y media. Minutos más, minutos menos. Gustavo permaneció callado, los ojos cerrados y el resto de los sentidos puestos en los movimientos de la persona recién llegada. Olía a Amor brujo. La voz dijo:
-No tienes que fingir. Sé que estás despierto. Vi la luz desde afuera.
Hubo una pausa. Ninguno se movió durante ese instante. Al cabo, Gustavo volvió a encender la lamparita. Ya no sudaba tanto. La mujer, a los pies de la cama, lo miraba.
-No fingía dormir –dijo él tratando de excusarse-. Es que... se me olvidó la pastilla.
Verónica tenía el pelo recogido en una larga cola de caballo. Estaba limpia, como acabada de darse un baño. Salió del cuarto sin cerrar la puerta. Gustavo miró hacia la ventana. Una mariposa nocturna golpeaba el cristal intentando salir. Quizás llevaba horas así, con la libertad del otro lado del cristal, pero la ventana estaba cerrada. Era imposible escapar por el momento. Verónica regresó con agua y una pastilla. Se sentó junto a Gustavo, le alzó la cabeza sosteniéndolo por la nuca y le puso la pastilla en la boca. Lo sostuvo hasta que él terminó. Luego, el hombre le devolvió el vaso y ella lo colocó en la mesita, cerca del libro.
-¿Te sientes bien?
Gustavo asintió con desgano, mirándole las manos. Le parecieron totalmente desconocidas. Ella se levantó y fue hasta el closet. Descolgó una bata de casa y comenzó a desnudarse. Gustavo no quería ver, pero miraba. La estudiaba en silencio, pensando. Aquel cuerpo sin marcas ni manchas, salpicado de vellos, también se le antojó desconocido. Terminó por preguntarse si aquella no sería otra mujer y no su esposa, una intrusa que había entrado en esa casa accidentalmente y quien lo tomaba por algún familiar. Tal vez debía advertirle de su error. Tal vez debiera.
-¿Qué miras? –preguntó ella dándole la espalda. Su voz no tenía entonación alguna pero lo hizo volver a la realidad-. ¿Quieres que te lleve al baño? ¿Necesitas algo?
-No, nada. No necesito nada –le respondió susurrante, como adormecido.
Por un instante sintió los rayos del sol golpeándole los ojos y entrecerró los párpados. Llegó a sentir el olor del mar acariciando su olfato. Entre risas, persiguió a su esposa por la arena de la playa. Corrían de un lado a otro, él queriendo atraparla, ella dejándose atrapar. El sol se extinguió.
La mujer dio dos o tres vueltas por el cuarto antes de ponerse la bata. Los pezones se le marcaban en la tela. Acomodó la ropa en los percheros, arrinconó los zapatos cerca de la cama y se soltó el pelo. Suspiró como cansada.
-¿Cómo te fue hoy? –quiso saber Gustavo, pero en realidad le importaba poco la respuesta. Lo único que debía saber, ya lo sabía: él había tenido un mal día.
-Bien. –le contestó ella y, mientras se sentaba en la cama, agregó:- Me regalaron esta cadenita. Es de oro. Está bonita, ¿verdad? Pero no sé si venderla o quedarme con ella. O tal vez se la regale a mami. ¿Qué tú crees?
Él no dijo nada. Sabía que no tenía que decir nada. Ella sólo hablaba por hablar, por no quedarse sin hacerlo. Como siempre. Verónica subió los pies y apoyó la espalda contra la cabecera. Se cubrió con la sábana. Gustavo sintió su calor. Pensó que era agradable.
-También conseguí dinero para tus medicinas.
De pronto, el hombre quiso no haber escuchado aquello, estar lejos de allí, no ser él quien estuviera ocupando su lugar. Lo que la mujer dijo lo hizo sentir culpable. Se quedaron sin saber qué decir. Verónica se rascó un muslo y bostezó. Los pezones se le endurecieron. Gustavo sólo la miraba.
-¿Qué quieres decirme? –preguntó ella, al fin, enfrentando sus ojos a los de él.
-Nada, no quiero decirte nada.
-Algo quieres decirme. Desde hace días. Todas las noches me esperas con la luz encendida. Te haces el dormido. No dices nada, pero sé que quieres hablar. Dime.
-No tengo nada que decir –aseguró él.
-Entonces, apaga la luz y déjame dormir. Tengo sueño.
Gustavo estiró el brazo y apagó la luz. Verónica se acostó y le dio la espalda. Pasaron dos minutos en silencio. Él quiso aprovechar ese tiempo para abrazarla por la espalda, para estrechar su sexo endurecido contra las nalgas de ella. No lo hizo y tampoco se lo dijo. Cuando por fin habló fue para decir:
-Ya comenzaron a hablar.
Verónica se volteó hacia el lado contrario. Gustavo volvió a encender la luz. La mujer mantuvo la respiración de un modo lento mientras lo observaba y después suspiró.
-¿Era eso?
-Ya saben en lo que andas. Todo el mundo está comentando. Creo que debes parar.
-¿Parar? ¿Ahora? ¿Estás loco?
-Habla en voz baja –pidió él, mirándola, queriendo desentrañar el misterio de su belleza-. También hay otra cosa.
-¿Qué?
-Estoy cansado, Verónica, de esperar, de esperarte. Noche tras noche.
-¿Qué tú quieres que haga? –preguntó ella.
-Quiero que te quedes en casa. Quiero que duermas aquí, conmigo. Y quiero que dejes de usar ese perfume.
Hicieron silencio. Ella estaba acostada sobre su lado derecho, con el brazo debajo de la cabeza. Él se hallaba bocarriba, el cuello ligeramente doblado hacia la mujer.
-Apaga la luz, por favor –musitó ella-. Voy a dormir.
-Tuve un sueño, ¿sabías? –dijo él, pero Verónica le dio la espalda, ignorándolo- Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba –Verónica seguía en silencio. Quizás se había dormido-. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
Verónica se volteó hacia él. Tenía la cara llena de lágrimas.
-¿Qué coño quieres de mí? –indagó.
-No quiero nada de ti. Te quiero a ti.
Miró fijamente los labios de la mujer y recordó el viento fresco que soplaba en la finca. Estaban sentados sobre las raíces de los árboles y él la veía pelar los mangos con los dientes, chupar la semilla, embarrarse la comisura de los labios, luego besarlo a él, dejarse hacer el amor. Tal vez, después de todo, aquello no había sido más que un sueño.
-No quiero que sigas hablando de lo mismo –dijo Verónica. El labio inferior tembló ligeramente-. No puedo quedarme aquí, esperando a ponerme gorda, a que se me caigan las tetas, a llenarme de celulitis. Si eso pasa, entonces vamos a morirnos de hambre. ¿Sabes tú lo que eso significa? Por lo demás, sabes que no puedo ser mejor. Te atiendo, te alimento, te visto, me preocupo por ti. Jamás te han faltado las medicinas. Y ni siquiera pido nada para mí. ¿Puedes tú comprender eso? Tengo que aprovechar estos años para asegurar el futuro. El mío, el tuyo, no el de más nadie. Sólo el nuestro.
Gustavo no tenía fuerzas para discutir. Volvió a mirar hacia la ventana. La mariposa nocturna ya no golpeaba el cristal: se había ido. Gustavo también quería una ventana abierta. Estaba cansado de golpear el cristal sin resolver nada. Estiró una mano y apagó la lamparita. ¿Desde cuándo no hacía el amor con su mujer? Dos años, cuatro meses y seis días. Minutos más, minutos menos.
Afuera comenzaba a amanecer.
-Enciende la luz –pidió Verónica.
-¿Qué vas a hacer?
-Enciende la luz.
Gustavo encendió la lámpara nuevamente. Verónica se levantó, se quitó la bata y comenzó a descolgar la ropa que minutos antes se había quitado.
-¿Qué estás haciendo?
Verónica no dijo nada. Gustavo la observó vestirse, con lentitud, con cansancio. Verónica se puso los zapatos y se acomodó el pelo. Lo miró a través del espejo.
-No olvides tomarte las pastillas –dijo entonces y fue hacia la puerta del cuarto. Se detuvo. Estaba llorando. A Gustavo le molestaba verla llorar. Si él dijera sólo una frase, una palabra siquiera... Pero no dijo nada.
La mujer salió, cerrando tras de sí. Gustavo la sintió andar por la sala y salir a la calle. La puerta tronó como una despedida. El hombre miró hacia la ventana y se fijó en el cielo. Comenzaban a verse los primeros rayos del sol. La mariposa, otra vez, golpeaba el cristal. Después de todo, no había conseguido escapar a su encierro.
Gustavo cerró los ojos. Estaba cansado de esperar. Estiró el brazo, apagó la lamparita y luego de un rato, se quedó dormido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario