Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

miércoles, 17 de marzo de 2010

Un hombre en la frontera de su alma

Su cuerpo terminó bloqueando la entrada. Las nalgas gordas se estrujaron con fuerza contra la madera de la puerta.

-¿Qué haces? –dijo y trató de repetir. ¿Qué...?

Alberto la tenía agarrada por la cintura. Ella alzó una pierna justo en el momento preciso. Ya estaba penetrada y los dientes de Alberto se le clavaban en los hombros y el cuello. Él también estaba desnudo y ambos cuerpos, de pie contra la puerta, sudaban y se revolvían como poseídos por el demonio. Las manos toscas de él se deslizaban hasta las nalgas de ella y uno de sus dedos buscó a tientas hasta entrar sin compasión dentro de la mujer. Sentirse llena por delante y por detrás la hizo enloquecer y dio tres o cuatros golpes bruscos contra la madera. En un instante, sintió que el piso se estaba abriendo y gimió largamente, pero su gemido tuvo por coro el gemido casi gutural de Alberto, que llegó al orgasmo en el mismo momento que ella. Ambos se quedaron resoplando, muy pegados el uno con el otro. El cuello d e ella estaba babeado y las piernas de él sufrían calambres.

La mujer sintió que el semen le corría por el muslo. Abrió los ojos, pero no se movió. Alberto se fue apartando poco a poco y su mirada tropezó con la de ella.

-Lo siento –susurró. Tenía ganas y... bueno, no lo pude evitar.

-Estás loco –le dijo ella en tono divertido y sonrió. Imagínate que viniera tu secretaria y nos cogiera así. ¿Qué le dirías?

Alberto no contestó. Miró la lámpara de luz fría que colgaba del techo, miró la silla giratoria tras el buró y suspiró. ¿Qué carajo le importaba a él su secretaria? Su problema no era precisamente con la secretaria. Bajó la vista hasta el suelo e hizo un mohín con la boca. Su pene flácido colgó graciosamente mientras caminaba hacia el sofá. Allí recogió el pantalón, buscó en los bolsillos y sacó un pañuelo. Se limpió el dedo embarrado de mierda y luego el pene.

Ella lo miró con detenimiento. Era evidente que le pasaba algo. Todo el día había estado así, silencioso, pensativo. Lo estudió durante unos segundos. No era un hombre joven. Era pequeño, barrigón, casi calvo. En realidad, hacía juego con aquella oficina, con el inmenso buró, con el intercomunicador, el inalámbrico, los butacones, el aire acondicionado, el fresen, el televisor a color. En realidad, meditó ella, hacía juego hasta con el carro que tenía parqueado allá afuera, y pensó que lo tenía atrapado.

Cuando sus piernas se lo permitieron, caminó hacia él. El semen ya le corría por la rodilla. El le tendió el pañuelo y ella, con ese gesto de quien está acostumbrado a aquello, se limpió.

-Dime, ¿te gustó? –preguntó él sin mirarla.

-Claro, mi amor, sí –le contestó ella mientras tiraba el pañuelo sucio sobre el sofá. Fue hasta donde había dejado caer su saya y la levantó. Claro que me gustó. Siempre me gusta.

Pero Alberto sabía que no había hecho un buen papel. En sus gestos hubo algo de desesperación, de violencia. Lo hizo todo muy brusco, apurado, y pensó que hubiese sido bueno hacerlo de otra manera.

-Ayer hablé con ella – musitó.

La mujer, que había comenzado a ponerse la blusa, se detuvo y lo miró. Comprendió entonces por qué había estado él tan callado y pensativo.

-¿Y?

-Nada, lo que te dije. Le conté que estaba contigo. Que lo había pensado muy bien, que... Bueno, tú sabes. Decidimos que nos vamos a divorciar.

-¿Y qué te dijo? –quiso saber la mujer.

-¿Qué crees que podía decirme?

-No sé. ¿Qué te dijo?

Alberto terminó de vestirse sin decir una palabra. No valía la pena. Los cordones de uno de sus zapatos se volvieron un nudo, pero pacientemente logró zafarlos mientras lucía meditabundo. La mujer comprendió que no quería hablar y tampoco insistió.

-¿A dónde vamos hoy?

-Tú, no sé. Yo me voy a mi casa. Estoy cansado.

Alberto, que se había sentado en el sofá para ponerse los zapatos, se puso de pie y caminó hasta la puerta.

-Cierra cuando salgas –dijo y dejó a la mujer sin terminar de vestir en medio de la oficina.



Cuando entró, todo estaba a oscuras y en silencio, pero divisó el bulto de su esposa sentado en un sillón. Antes de encender la luz imaginó el rostro femenino y se dijo que era una mujer hermosa a pesar del tiempo. Luego, cuando la lámpara encendió, la mujer de cabellos oscuros parpadeó varias veces seguidas.

-Hola, qué tal.

Ella no respondió. Ni siquiera tuvo ánimos para mirarlo. Parecía haber estado llorando.

-¿Me estabas esperando?

-No, quién dijo –susurró ella. Si no lo hice antes...

No terminó la frase, pero él trató de hacerse el tonto y preguntó:

-¿Qué estás haciendo entonces?

-Estaba pensando algunas cosas. ¿Por qué? ¿Hay algún problema en eso?

-No, ¿qué problema va a haber? –cerró la puerta y preguntó–: ¿Y las niñas?

-Se acostaron temprano hoy. Se cansaron de esperarte. No sé si te habrás dado cuenta, pero llevas tres días sin verlas.

-Sí, lo sé –contestó Alberto y avanzó hasta el sillón. Mañana te prometo que llegaré temprano.

-No, no –se apresuró a decir ella. A mí no tienes que prometerme nada, quién dijo. Eso es un problema tuyo con tus hijas. Ya tú no tienes nada que ver conmigo. ¿No es así?

Alberto no supo qué decir. Ella lo notó despeinado y sintió un ligero olor a mujer que venía desde él. Sintió deseos de vomitar, pero aguantó con firmeza. Se quedaron un instante mirándose, hasta que al fin ella se levantó y le dijo:

-Tienes la comida en el horno. Cuando termines, me pones el plato en el fregadero. Lo fregaré mañana... si tengo ganas.

-No, yo lo friego –musitó él y ella trató de imaginárselo fregando, pero no pudo.

Le contestó secamente:

-Como quieras.

Echó a caminar por el pasillo hasta el cuarto de las niñas. El apagó la luz de la sala y la siguió en silencio. Cuando vio que ella iba a entrar en el cuarto de las niñas, se abalanzó hasta cogerla por la cintura, la volteó hacia sí, la empujó hasta la pared y trató de besarla en la boca. La mujer de cabellos oscuros se defendió con la misma brusquedad con que él había actuado, y Alberto terminó por desistir y la soltó.

-No vuelvas a hacerlo –le espetó ella con los dientes apretados–. Que no se te vuelva a ocurrir.

-Lo siento –dijo él. Yo sólo quise... yo...

Ella lo miró y en sus ojos un brillo intenso, frío y extraño, lo hizo estremecer. Pero aquello duró sólo un segundo. Al cabo, la mujer de cabellos oscuros volvió a ser el mismo ser aparentemente inmutable de siempre.

-Buenas noches –dijo y entró por fin en el cuarto de las niñas.

La casa estaba a oscuras y Alberto se quedó mirando la puerta cerrada.

-Buenas noches –dijo en un susurro y sintió deseos de llorar.


(Publicado en el libro de cuentos Acá, en la orilla del mundo)

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