Tuve un sueño, ¿sabías? Soñé que el mundo se estaba acabando y que todos huían. No sé hacia dónde, pero huían. Padres, hijos, hermanos, todos juntos. Gritaban, lloraban, se ayudaban los unos a los otros, mientras el suelo rugía. Rugía y temblaba. Sólo yo no podía huir. Estaba en esta cama, sintiendo el mundo acabarse afuera, pero sin tener quien me ayudara a levantar. Sin embargo, estaba la luz encendida, como noche tras noche... ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

martes, 16 de marzo de 2010

Sin filosofía barata

Por MAYKEL REYES LEYVA


Durante años el Premio La Gaceta, de cuento, fue uno de los más codiciados entre los escritores nacionales. Obtenerlo tenía su repercusión, significaba ser aceptado en el selecto gremio de narradores consagrados y conducía, invariablemente, a nuevos premios y publicaciones. No era difícil seguirle el rastro, año tras año, al certamen, a pesar de las carencias que caracterizaron el universo editorial del país. En más de una ocasión me sorprendí indagando el nombre del vencedor y buscando con afán el texto premiado, hasta conseguirlo. No siempre el cuento laureado era de buena calidad, lo que confirma mi teoría de que no siempre el jurado tiene la razón. Pero en otras los cuentos eran excelentes, confirmando mi teoría de que a veces el jurado sí tiene la razón. Esos textos, los buenos, solían dejar en el paladar del lector un gusto de sumo agrado y un destello en la memoria difícil de borrar. Por eso me extraña no recordar de aquella época (no tan lejana) el cuento Composición con introducción, nudo y desenlace, ganador en el año 2003. Hube de ¿releerlo? años después, cuando todos los premiados aparecieron juntos en formato libro bajo el titulo Maneras de narrar. Es uno de los mejores, sin dudas, y creo que fue la primera vez que tuve en mis manos un texto de Ernesto Pérez Castillo.

Vomitar historias sórdidas sobre una isla que padece de una agonía infinita, marca el quehacer de las nuevas generaciones de autores. Impresiona hasta el aburrimiento ver que cada una de ellas está contada de la misma forma (los mismos temas, igual manera de decir...), como si alguien se hubiese empeñado en redactar una inmensa novela usando los mismos artilugios de principio a fin. Sin embargo, usar la ironía no sólo como herramienta para enriquecer la historia, sino también como recurso favorecedor del entendimiento entre autor y lectores, fue un acierto y ha terminado por convertirse en sello distintivo de la literatura hecha por el escritor y editor Ernesto Pérez Castillo. Si existen dudas, un vistazo al cuento Bajo la bandera rosa, aparecido en la antología Los que cuentan, de la editorial Cajachina, acabará con ellas. Desde aquellos primeros premios (Pinos Nuevos en 1996 por la novela Últimas vacaciones con el abuelo, Premio Dador en 1999 por el libro de cuentos Filosofía barata) es considerado hoy uno de los más importantes narradores de Cuba, y ese no es un elogio ganado gratis. Su sentido del humor y su profunda y dura visión de la realidad de estos tiempos, dan fe de ello.

Lo curioso es que Ernesto Pérez Castillo (La Habana, 1968) no es de los autores más prolíficos y, en correspondencia, tampoco de los más publicados. Le ha tocado en suerte publicar sólo lo que vale la pena, una literatura brevísima que desde los primeros trazos adopta una voz y una postura que lo distancia por completo de sus coetáneos, a la vez que lo aleja irremediablemente de los temas imperantes en el mercado foráneo. Supongo que tal audacia o semejante actitud (como se prefiera) se deba al hecho de que Ernesto es un lector bien informado, conocedor de lo que escriben otros gracias a su condición de editor, y se cuida mucho de no pedir prestado ni de arrebatar para poder seguir teniendo esa visión tan personal que lo identifica.

Su influencia, más conceptual que estilística, viene de otro lado y nos remite a nombres conocidos: el ruso Bulgákov, el norteamericano Charles Bukowski, y los cubanos Senel Paz y Reinaldo Arenas. Esta mezcla fulminante lo ha llevado a obtener importantes premios nacionales como La Gaceta 2003, el Premio UNEAC en el concurso de minicuentos El Dinosaurio 2004 por su cuento El Cazador; Razón de Ser 2008 por El libro de los perdedores; y el Premio Teruel 2004 de relatos, en España, por su cuento Memorial de Penélope. Sobre su obra, el periodista M. H. Lagarde dice en la introducción a la entrevista Sin mercenarismos: “(...) la obra de Ernesto es fruto de la honesta experiencia de alguien que vive, sufre, ríe y participa en un proceso lleno de virtudes y contradicciones”. Y no creo que exista una manera más sencilla de decirlo.

Precisamente fueron todos estos textos premiados, más otros antologados en alguna ocasión dentro y fuera de Cuba, los que lo ubicaron entre los mejores narradores de la joven generación de escritores de la Isla, a pesar de haber rebasado ya los cuarenta años y aunque él mismo se confiesa ajeno a cualquier generación, grupo, movimiento o gremio. Ahora cabe esperar la publicación de El libro de los perdedores, un conjunto de cuentos donde Ernesto declara no haber puesto ni una gota de humor. A estas alturas no sé si podré reconocer al autor en un libro que no me saque una carcajada o el simple esbozo de una sonrisa.

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